Miles de personas hemos rezado y esperado. Desde los momentos más sombríos, al principio de la enfermedad, inmediatamente después de Navidades, a los más recientes, llenos de un asombro milagroso. Hemos rezado: «cura, Señor, a nuestro Anas, si esta es tu voluntad». Hemos pedido un milagro y lo ha habido: el de muchas personas reunidas por internet para rezar juntos cada noche, signo de un afecto extraordinario y de la fe implorante de un pueblo entero.
A muchos de nosotros la enfermedad de Anas nos ha provocado, muchos han conocido su obra como guía casi escondida de centenares de jóvenes, su dedicación como sacerdote con los jóvenes en Grosseto, en el seminario en Roma, en Fuenlabrada (España) o en Milán como capellán. La personalidad polifacética de Anas no se puede encasillar, pero es verdad que los jóvenes han sido su pasión. El anhelo continuo de su vida fue mostrar a Cristo a los jóvenes.
Espiritualmente, Anas iba paso a paso, era un caminante de largas distancias. En un primer momento podía no sorprenderte, pero no te abandonaba, nunca te dejaba, le encontrabas a tu lado, como un padre, un amigo o un consejero, un valioso colaborador.
Creo que su característica principal ha sido la mansedumbre. Anas era manso, como aquellos que Jesús menciona en el Evangelio. Esas almas humildes y grandes a la vez que saben llevar incluso dramas y divisiones, pero que excavan dentro de los corazones los caminos preciosos de la amistad y la fidelidad.
Pensar en la persona y la vida de Anas me llena de gratitud hacia Dios. En menos de treinta años de sacerdocio ha tenido una fila infinita de hijos, gente que debía a él el descubrimiento del peso de la vida, de la apertura al amor, a la poesía, a la música, a Dios. En una palabra, a la existencia consciente y verdadera. ¡Cuánto nos han acompañado sus canciones, sus frases, sus reflexiones, sus libros!
Por todo esto Anas ha sido un verdadero hijo de don Giussani. Tenía un temperamento totalmente diferente, pero había heredado el centro de su carisma: Quien me siga tendrá el ciento por uno y la vida eterna.
Durante ocho años estuvo a mi lado como vicerrector y más tarde como rector del Seminario de la Fraternidad. Fueron años preciosos y fecundos que no puedo resumir. Anas está en el corazón de todos aquellos a los que acompañó a la ordenación sacerdotal. Ellos podrán contar, junto con sus antiguos y nuevos hijos de Grosseto, Fuenlabrada y Milán. El tiempo revelará el peso de todos estos años. Nuestra hermana la muerte corporal visita de nuevo a la Fraternidad San Carlos. Tras la partida de Maffucci y de Anas, yo me siento decididamente más cerca del cumplimiento, de lo esencial, más seguro de la protección del Cielo, de tantos y tantos amigos que están ahí. Una parte importante de nosotros ya se encuentra en la eternidad.
Agradezco a Dios haber visto en la tierra vidas tan grandes, tan cumplidas. Anas, por ejemplo, escribía muy bien, hablaba de Dios y de Cristo de un modo fascinante. El surco que ha trazado queda como una semilla de fecundidad.
Aprendamos de él la dócil radicalidad con la que ha dejado plasmar su mente y su corazón por Cristo, al que ha amado en la vida del Movimiento y de la Fraternidad San Carlos.
No puedo olvidar un rasgo importante de su personalidad, importante para todos nosotros. Anas había aprendido a suavizar tensiones, divisiones, peleas. Intentaba conciliar y unir, incluso corriendo el riesgo de exagerar. Pero no perdía tiempo, iba a lo esencial.
Hoy, entregando su vida a Dios, pidamos al Padre de toda gracia este don: amar todo lo que nos une a Cristo y despreciar todo lo que nos aleja de Él.
Amén.
Homilía de la Santa Misa del funeral de Antonio Anastasio.
Basílica de San Ambrosio, Milán, 11 de marzo de 2021.