Todo empezó una tarde de verano, cuando José Medina y yo visitamos en Fort Valley, una pequeña localidad situada en las montañas de Virginia, a una anciana pareja de cubanos inmigrantes. El río Shenandoah (sobre el que canta Bruce Springsteen) fluye a tan solo treinta minutos de distancia. Bill y Angie viven en una inmensa propiedad de 600 hectáreas. Tras superar el cartel de «Bienvenidos a Mount Zion», tuvimos que subir por un empinado camino de tierra hasta llegar a dos cabañas rodeadas por el bosque. José me explicó que hasta el 2010 él y Antonio López habían ido ahí varias veces durante los periodos de vacaciones con los bachilleres y universitarios de Comunión y Liberación.
En cada una de las dos grandes casas hay espacio para veinte personas. El paisaje que las rodea hace el resto; la belleza de las montañas y el silencio de los bosques ofrecen un contexto ideal para pasar juntos unos días de estudio, descanso y oración. Pero hace diez años Bill y Angie decidieron cerrar su casa de retiros. Desde entonces han cambiado muchas cosas, pero los dos edificios de madera, construidos con materiales de calidad para perdurar en el tiempo, siguen siendo sólidos. Las puertas estaban abiertas y entramos. En todas las estancias encontramos polvo, suciedad, insectos y restos de animales. Sobre todo, los garajes estaban llenos de basura y…arañas. Pero todo el descuido no conseguía tapar por completo el sonido de voces, risas y cantos, que parecían conservarse en el recuerdo de las paredes cubiertas de moho. La casa aún «vivía» de la memoria. Así fue como José y yo decidimos empezar el Fort Valley Project.
Al volver a Washington DC, llamé a los amigos del movimiento, en especial a los estudiantes y jóvenes trabajadores. Les conté la historia de Mount Zion y descubrí que algunos de ellos ya habían estado en su época de bachillerato, junto con los curas de la Fraternidad. Les hice una propuesta: pasar juntos diez días para limpiar, ordenar y arreglar las dos cabañas. Serían nuestras «vacaciones» en tiempo de pandemia.
Una semana más tarde nos pusimos a trabajar. Fueron días sencillos. Después del desayuno y de la oración de los laudes trabajábamos hasta la hora de la comida. Un par de horas de descanso y volvíamos con las escobas y los estropajos. Al atardecer, celebrábamos la misa en el corazón del bosque, en la capilla dedicada a la Virgen María. También llevaba años cerrada. Por fuera es de piedra, pero por dentro estaba en unas condiciones pésimas. La humedad había consumido el yeso y el suelo de madera. Trabajamos cada día, ¡qué satisfacción verla cada vez más bonita al principio de cada misa! Aunque había pocos bancos, cabíamos todos; un poco apretados, pero contentos. Después de la bendición final no podíamos dejar de cantar a la Virgen como signo de gratitud por el día de trabajo. Al final del día nos reuníamos todos para cenar fuera, en la gran terraza, bajo el cielo estrellado. La última noche llovió. Parecía que dentro no había sitio para nuestra habitual gran mesa, a menos que… ¡nos fuésemos al garaje! Alguno protestaba, otros torcían el gesto. Pero al final todos estuvimos de acuerdo; después de diez días de trabajo, el garaje estaba limpio y era tan acogedor como el comedor. Y durante una noche las paredes de Mount Zion volvieron a llenarse de nuestros cantos.