«Toda vocación sacerdotal es un gran misterio». Era Mayo de 2009 cuando leía estas palabras. Estaba a bordo de un tren de alta velocidad en medio del verde de los Apeninos, volvía de un importante encuentro con los superiores de la Fraternidad san Carlos. Les había confirmado recientemente mi decisión de entrar en el seminario, en Septiembre. Don Jonah Lynch, en aquellos años vicerrector, me había llevado a rezar a la tumba de Juan Pablo II y, antes de dejarme en la estación, me había regalado Don y Misterio, la historia de la vocación de aquel papa hoy santo. Exactamente sobre la palabra «misterio» mi corazón encontraba finalmente reposo tras meses de decisiones atribuladas. Sí, porque puedes incluso intentar explicar una vocación, contarla, pero a fin de cuentas permanece un hecho comprensible sólo a los ojos de Dios y, en el tiempo, a los ojos de nuestra fe.
Durante toda mi juventud no pensé jamás en hacerme sacerdote. Veía mi familia y a mis amigos vivir felices y pensaba que mi existencia sería similar a la suya. Recuerdo sólo que, un día, pregunté a mi madre cómo hace una persona para saber si debía ser sacerdote. Ella me respondió que, si uno es llamado por Dios, en un cierto momento lo comprende.
Mi primer encuentro con la comunidad cristiana fuera de mi casa se produjo en la escuela media. Los profesores invitaban a los estudiantes a algunos encuentros semanales compuestos de juegos, oración y cantos. El momento más esperado eran las vacaciones estivales de las que volvía todos los años como borracho de belleza. Aunque era pequeño, intuía que sólo la comunión en el nombre de Jesús podía realmente transformar y dar cumplimiento a mi vida. Esta experiencia de Iglesia continuó y maduró durante el instituto y la universidad, pero la hipótesis del sacerdocio permanecía aún lejana. Después, en el primer año de universidad, el coro de los universitarios de CL del que formaba parte, acudió a Roma para cantar en las ordenaciones de la Fraternidad san Carlos. Yo conocía ya a algunos de sus sacerdotes, pero no había asistido nunca a esa bellísima liturgia. Quedé muy impresionado por hombres tan jóvenes que gastaban su vida para que Dios llegase a todos a través de sus manos, su voz y su amistad. Lo que me deslumbró fue el brillo de sus rostros y la alegría frente a una responsabilidad tan grande. Sacrificaban todo para poseer todo.
Al final de la misa, me acerqué a la sacristía y les vi mientras se abrazaban y se felicitaban. Nació en mí una alegría profunda y llena de paz. Recuerdo que allí, por primera vez, pensé conscientemente que habría deseado ser uno de ellos.
Transcurrieron ocho años desde aquella intuición hasta el momento en que decidí entrar en el seminario. Años plenos de dones magníficos pero también de dolores porque, cuando Dios te llama, en cierto modo, pide que pongas en sus manos todo aquello que amas.
Hoy estoy de nuevo en un tren de alta velocidad y, como aquel día, el paisaje corre veloz y luminoso tras la ventanilla. «Toda vocación sacerdotal es un gran misterio». Las palabras de Juan Pablo II continúan siendo verdaderas. Pero si entonces aquel «misterio» era una promesa todavía por descubrir, hoy se muestra a mis ojos en toda su belleza, a través de la casa que me ha regalado y el camino que quiere verme recorrer.
En la foto, Giovanni Fasani en un momento de cantos en el stand de la Fraternidad en el Meeting de Rímini de 2015.