Recientemente en el Hospital de Santa Orsola de Bolonia han ocurrido algunos hechos que me han testimoniado que, con pequeños gestos, el Señor y sus santos pueden hacer milagros.
El domingo por la mañana hago siempre la ronda por el departamento de Obstetricia para llevar la comunión a las mamás que deben dar a luz o que acaban de hacerlo. Hace un mes entré en la última sala de Fisiología, donde están ingresadas las mujeres por embarazos naturales y sin complicaciones. Una chica que acababa de dar a luz me llama desde la cama y me invita a acercarme: “Padre, ¿no se acuerda de mí? Había venido a verme el pasado febrero. Yo estaba llorando porque tenía una amenaza de aborto y corría un riesgo serio de perder mi hijo. Usted me dio una estampita de Santa Gianna, recomendándome que confiara en ella. Hice como usted me dijo, siempre he conservado aquella estampita conmigo, hasta me la llevé a la sala de partos: ¡el embarazo fue como el aceite!”. Mientras relata, le caen lágrimas, pero son lágrimas de felicidad. A su lado, el niño, sano como una manzana.
Este hecho me ha impresionado mucho, porque solo había dado una estampita y recomendado rezar. Sin embargo, mi simple presencia en aquel momento de dificultad había dado esperanza a una mamá y obrado un milagro: siento haber sacado fruto de lo que el Señor, a través del sacerdocio, me ha llamado.
El segundo hecho es similar. Cecilia estaba ingresada en Patología, donde están los embarazos más complicados. La primera vez que voy a verla me impresiona enseguida por su positividad y su sonrisa. Le doy la comunión y le regalo una estampita del arcángel Gabriel, ¡tan solo porque la tenía en el bolsillo! Me cuenta como su embarazo está en riesgo: tiene daños en la placenta, y no logra alimentar de manera adecuada a su niña. Muchos médicos la animan a interrumpir el embarazo. “Pero yo sigo adelante” dice ella, con una fuerza de voluntad y una fe que me conmueven. Voy a verla a menudo y, además que conmigo, se hace amiga de los otros médicos del movimiento en el departamento, ginecólogos y pediatras.
Un día le pregunto cómo llamará a su niña: “Gabriela – me contesta – por aquella estampita de san Gabriel que me ha regalado”. Luego añade: “Gabriel había anunciado a María un milagro, y ahora espero que a mí también se me anuncie un milagro”. Me vuelve a contar como algunos médicos la invitan a abortar, y la sonrisa inevitable se transforma en un llanto que es oración. Hace la comunión casi todos los días, y cada vez la bendigo.
Un lunes, acabada de celebrar la misa, encuentro un mensaje en el teléfono: “Don Santo, ven porque estoy a punto de dar a luz”. De hecho la niña parecía estar sufriendo. Corro donde está: todo está listo pero por la noche los médicos deciden aplazarlo al día siguiente, luego lo posponen nuevamente hasta que se llega a viernes 29, ¡justo el día de San Gabriel! Era evidente que nuestras oraciones habían sido escuchadas, y que la Providencia estaba guiando este asunto.
Así, el viernes por la mañana voy al hospital, me pongo la bata y me acerco a la sala de partos, para bautizar a la niña enseguida después de nacer, siendo que hay peligro de muerte. La Providencia ha querido que incluso en este momento en la sala de partos estuviesen justamente nuestros amigos ginecólogos. Después de pocos minutos, el primer veredicto: Gabriela pesa solo 430 gramos, ¡pero parece estar muy bien!
La bautizo dentro de la incubadora con un hisopo de algodón: algunos pediatras me dan la bienvenida, una enfermera irritada se va, murmurando que las prioridades son otras… Algunas horas más tarde, la confirmación: Gabriela debe aún crecer mucho pero está bien. ¡Nadie (excepto su mamá) esperaba que pudiera acabar de esta manera! Pero al final, hay que rendirse frente a un hecho y una serie de circunstancias que dejan de ser coincidencias.