Después de13 años de misión a Novosibirsk, en Siberia, mis superiores me han pedido la disponibilidad para reunirme en Moscú con el obispo Paolo Pezzi para vivir con él y trabajar en su diócesis como profesor de religión en una escuela primaria y secundaria para italianos. No exagero al afirmar que el paso de Novosibirsk a Moscú ha sido como hacer experiencia de la muerte. En mi corazón me decía que más grande era el sacrificio, mayor hubiera sido el descubrimiento de lo bello que Cristo me habría preparado: ¡siempre ha sido así! Y sin embargo no niego que en aquel pensamiento se escondía un poco de duda y de escepticismo. Lo que predominaba era la experiencia de la prueba, el dolor por el pensamiento de la lejanía de aquello a lo que estoy muy ligado.
Moscú con sus 14 millones de habitantes y su ritmo de vida inhumano, es una ciudad monstruosa. La gente no camina, corre: es imposible frenar este flujo tan frenético. Echo de menos los magníficos días de sol, el cielo inmenso y azul de Novosibirsk, la gente que he dejado. Sin embargo, misteriosamente, he empezado a amar incluso a Moscú.
Un episodio en especial, acaecido en la escuela, fue para mí como una caricia de Cristo que me dio  alivio y me ayudó a entender más profundamente lo que estaba viviendo. Nunca había trabajado con niños: en esta aventura totalmente nueva para mí me tengo que inventar muchas cosas, pero estoy aprendiendo mucho divirtiéndome. Un día en clase leía y comentaba el episodio del anuncio del Ángel a María. Una niña me pregunta: «Maestro, ¿pero María podía contestar que no?». Reboto la pregunta a todos los demás alumnos, implicándolos en un dialogo: «Vosotros, ¿qué decís?». He aquí que una mano se levanta: «Yo pienso que podía responder que no». «Y, ¿por qué?». «Porqué Dios no la obligaba».   «Bellísimo», digo, «es realmente así: Dios no obliga a nadie a hacer su voluntad». En este punto interviene otro chico y pregunta: «Maestro, y si al contrario María hubiese contestado que no, ¿qué habría pasado?». Después de un momento de silencio irrumpe un compañero con su acento un poco romanesco y dice: «¡Hubiera sido un mundo de guerra!». Yo sentí un escalofrío. «Es justamente así» he concluido. «Entonces, niños, ¿entendéis cuanto ha sido decisivo e importante el sí de la Virgen? Un sí pequeñísimo, que pero ha completamente revolucionado la historia de los hombres». Y aquí de nuevo el chico romano, insaciable: «Por tanto, maestro, ¿una cosa pequeña pueda cambiar una cosa grande?». «Ciertamente, como un sí nuestro dicho a Jesús por amor…Niños, ¡se acaba de decir una cosa que no tenéis que olvidar jamás!».
Así que les pedí de tomar el cuaderno para escribir paso a paso las palabras que ellos mismos habían dicho, para que quedaran para siempre. Yo soy el primero en pedir de no olvidar lo que este breve dialogo en la clase me ha recordado. Cada pequeño sacrificio mío, cada uno de mis pequeños sí, dicho por amor a Jesús, tiene un valor infinito.

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