En las clases de teología que llevaba a cabo en el Aula Magna de la Universidad Católica de Milán, don Giussani citaba con frecuencia uno de los primeros estudios estadísticos que venían de Estados Unidos, donde se analizaba el influjo del cine sobre la mentalidad de los ciudadanos americanos. “Quien entonces iba al cine una vez a la semana”, nos decía, “en poco tiempo razonaba como el promedio de los personajes de las películas que había visto”. Y, después de habernos escudriñado en silencio por unos instantes, puntualmente añadía: “Pensad hoy en día, ¡que miráis una o dos películas cada día!”.
Deseando que en las casas de los Memores Domini cada detalle facilitara la memoria continua de Cristo, Giussani pidió desde el comienzo que no hubiera televisión. Desde los años en que comenzó a difundirse en las familias italianas, la había descrito como uno de aquello “modernísimos medios de invasión de la persona” a los que se debía una “exasperación de la influencia ambiental” sobre el modo de pensar de los jóvenes.
Podemos aplicar estas consideraciones, y con más fuerza, también a la situación que se ha creado en tiempos más recientes. La difusión de las nuevas tecnologías de comunicación, de los teléfonos móviles a las tabletas, desde el e-mail a Internet o las redes sociales virtuales no es un hecho neutro. Ellas tienden a cambiar nuestra relación con toda la realidad.
El punto de partida de la educación que nos proponemos a nosotros mismos en este campo es por tanto una invitación a abandonar cualquier actitud ingenua. Queremos, por el contrario, tomar plena conciencia de las consecuencias que el uso de estos instrumentos ha tenido y tiene sobre nosotros, entender que tipo de relación con el espacio y el tiempo, con las cosas y las personas nos ha transmitido.
Quiero centrarme en dos cuestiones básicas que nos ayudan y pueden tal vez constituir una primera orientación para otros.
La primera es esta: ¿Qué deseamos vivir?
Queremos ante todo educarnos a evaluar todo, hasta los detalles más concretos de nuestra vida, en función de nuestros deseos más profundos, claramente identificados. No hay que dar por descontado preguntarse y hacer memoria continuamente de qué deseamos realmente, pero es necesario aprender a hacerlo.
Probemos a hacer una lista de las grandes cosas que nos han fascinado. Ante todo nos une el deseo de conocer a Dios, que nos ha llamado, y de responderle con totalidad. Queremos después adherir con todas nuestras energías afectivas a la comunidad a la que pertenecemos, para experimentar en ella el cumplimiento de lo que se nos ha prometido, Finalmente queremos entregarnos completamente para la misión, estando donde Dios nos pone, y dedicarnos a las personas que nos han sido confiadas sin que afectos y pensamientos lleven a otra parte nuestro corazón.
Son estos los grandes atractivos que nos han llevado a la Fraternidad San Carlo. En consecuencia, es razonable adherir realmente a la vida que hemos elegido, hacer nuestro lo que nos la ha mostrado tan hermosa.
La segunda pregunta sigue naturalmente a la primera: ¿qué es esencial para vivir lo que deseamos?
Puesta así, la cuestión deja abiertas todas las posibilidades. No se puede, en efecto, encontrar una respuesta univoca, adecuada para cualquier situación o persona, incluso cuando hablamos de instrumentos tecnológicos. Queremos sin embargo ayudarnos a contestar juntos. Sabemos bien que, nosotros solos, a menudo nos confundimos respecto a nuestras reales necesidades, tentados por la prisa de resolver problemas que nos parecen urgentes, débiles frente a la presión o el encanto que ejercita sobre nosotros el ambiente donde vivimos. Queremos por tanto aprender a juzgar qué consideramos esencial según criterios continuamente redescubiertos juntos. Queremos, después de todo, apostar sobre el gran recurso que es una libertad continuamente educada en nuestra comunión.
Se trata de un camino a veces fatigoso, pero que se convierte en hermoso justamente a partir de nuestra toma de conciencia de lo que deseamos. Un camino que no excluye unas reglas, pero que exige un trabajo constante para volver a recuperar la convicción de su conveniencia.
En la foto: Don Diego García en el centro de verano de la parroquia Beato Pedro Bonilli, en Santiago, Chile.