Vivo en la casa de Eastleigh, en Inglaterra, desde hace siete meses. Poco después de haber llegado, me pidieron que contase a los chicos del primer ciclo de secundaria la historia del Hijo pródigo. Quería comunicarles lo que más me sorprendía de la parábola, la relación con el Padre. Mientras hablaba, veía las caras de chicos que tienen historias complicadas con sus padres o las de otros que directamente no tienen.
Cuando el encuentro terminó, fui a hablar con uno de ellos. Sabía que desde hacía poco Edward [nombre inventado] perdió a su padre cuando tenía solo seis años, por una enfermedad terrible que también había dejado secuelas en él. Le vi inquieto al final de aquella mañana. Cuando le pregunté si le había gustado la historia me respondió: «Sí, pero era un poco dura». Mientras hablaba, pensaba en lo que habría podido suscitar en él las reflexiones sobre el Padre. Sentía la exigencia de comunicarle algo, aunque parecía que forzaba las palabras. Le dije que tanto Dios Padre como su padre terrenal le esperaban en el cielo. Me volví a casa preocupado, sobre todo con una pregunta: «¿Cómo les puedo explicar a estos chicos el amor del Padre?» En seguida, una experiencia iluminó la pregunta que tenía. Hay una familia rusa muy presente en la vida de la parroquia. La madre viene a Escuela de Comunidad, sus dos hijos son del grupo de jóvenes. En varios momentos de la semana, alguno de nosotros está en contacto con alguno de ellos. Durante dos meses el padre estuvo lejos de casa, dejando a los hijos con la madre. En ese tiempo, vimos lo que les costaba a los hijos: buscaban en todos nosotros una atención, una presencia paternal. Sin la pretensión de ocupar un lugar que no es el nuestro, fue bonito ver cómo los cuatro les hacíamos compañía. Teniendo en cuenta la situación, multiplicamos nuestra atención hacia ellos. Es evidente que la comunión que Dios genera entre nosotros, en la casa, se convierte en un lugar donde los chicos reciben el abrazo de la Iglesia. De algún modo, para mí esta experiencia ha supuesto una respuesta a la pregunta que surgió en la conversación con Edward: comunicar el amor del Padre a los chicos quiere decir invitarles a la vida de la Iglesia, dentro de una amistad guiada donde pueden experimentar un amor que les abraza. De esta manera, ahora conmueve más ver a Edward entrar en la iglesia el domingo por la mañana: su cuerpo marcado por la enfermedad es iluminado por un rostro, que se alegra de entrar en este lugar, para él querido.