Recientemente, en una reunión con los padres de nuestros seminaristas, una de las madres me preguntó: «Tengo la impresión de que nuestros hijos van al encuentro del martirio. La persecución ideológica y mediática es ya una realidad presente en muchos lugares donde está la Fraternidad san Carlos. Tendrán que trabajar en una sociedad que esté en contra de ellos. ¿Cómo les preparáis para afrontar estas condiciones?». Esta pregunta nos acompaña constantemente.
Estoy convencido de que lo primero y lo más fundamental que tenemos que atender en nuestra obra educativa es radicar a las personas en una relación viva con Cristo. Un sacerdote es ante todo un hombre, según la provocadora definición de don Giussani. Pero un hombre se convierte en tal en la experiencia de una relación personal con Dios, poniendo toda su vida bajo la luz de la vocación. El sentido de la vida es Dios que me llama.
El desarrollo de las capacidades y las dotes de cada uno, la adquisición de competencias de todo tipo, también de índole teológica, la profundización de la cultura personal, son aspectos preciosos de un itinerario humanista que deseamos valorar enormemente. Es bueno estudiar porque nos permite crecer. Pero lo que estamos llamados a llevar al mundo es algo más radical aún.
Hace algunos años, Benedicto XVI nos invitaba a proponer a los seminaristas una experiencia de vida que reanimase en sí mismos las dimensiones más características del ser hombres, aquellas que los cristianos de las primeras generaciones llamaban «sentidos espirituales». Realizar la propia humanidad significa abrirse a la experiencia viva de la fe. Convertirse en hombre significa conocer y amar a un Dios que tiene el rostro y el nombre de un hombre, que está presente entre nosotros, que nos ha amado primero, antes que nosotros a él. Un Dios que ahora nos manda ir al resto de hombres con la tarea de decirles que todo esto es real.
Nuestra vida tiene un valor solo porque es vivida como respuesta a su llamada. Si un hombre es consciente de esto, también estará preparado para afrontar los tribunales de la mentalidad dominante. Podrá ser ridiculizado y calumniado, podrá temblar ante la violencia de las injusticias y ser despojado de todo, pero no perderá el orgullo de llamarse cristiano.
Quizás nos asusten un poco estas opciones, pero no estamos solos. Nos acompaña un pueblo que comparte con nosotros la misma fe y la misma esperanza, y formamos parte de una casa que nos ha acogido.
Por tanto, queremos educar a cada uno de nuestros seminaristas en un amor sincero a la Iglesia, al movimiento de CL, del cual nacemos, y a la Fraternidad san Carlos. Un hombre que ama su casa y ama a su familia entra en el mundo con una solidez distinta: generoso y contento en los tiempos tranquilos, cuando esté llamado a darse para construir; valiente y firme cuando su fidelidad se ponga a prueba en los momentos oscuros.
(En la imagen, Claudio Pastro, «Crucifijo», Basílica de Nuestra Señora Aparecida, Brasil).