Ofrecemos el texto íntegro del encuentro sobre la vocación familiar, que tuvo lugar el domingo 7 de noviembre de 2021, organizado por los Misioneros y Misioneras de San Carlos Borromeo. El card. Camillo Ruini y mons. Massimo Camisasca hablaron de la belleza y los desafíos de la vida matrimonial.

La familia es imagen de Dios

El tema de la charla de hoy es precioso y actual. Es un tema del que continuamente se habla y que tiene un significado personal y existencial para cada uno de nosotros.
Estoy casado y tengo tres hijos. Hace unos días celebramos catorce años de matrimonio y al pensar en todo este tiempo transcurrido con mi mujer me descubrí lleno de gratitud por el don de la familia. También surgen muchas preguntas, tanto en el diálogo entre nosotros dos, como con los amigos más íntimos. Cada vez nos damos más cuenta de que hoy los valores ligados a la familia no se pueden dar por descontado, no solo en el mundo y en el contexto en el que vivimos; ni siquiera en nosotros mismos.

La primera pregunta, ya que don Massimo juega en casa, se la dirijo al cardenal Ruini. Parto de una cita extraída de Amoris Laetitia del papa Francisco: «la fecundidad de la pareja humana es ‘imagen’ viva y eficaz, signo visible del acto creador» (AL,10). Después, el papa también cita un pasaje muy bonito de una homilía de Juan Pablo II: «Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor» (Puebla, 28 de enero de 1978). Por último, Francisco termina diciendo que «La familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina» (AL,11). Por tanto, la primera pregunta dirigida al cardenal Ruini es la siguiente: ¿qué entendemos cuando decimos que la familia es una imagen de Dios?

Ruini. Esta pregunta tiene que ver con dos aspectos: uno se refiere directamente a Dios (qué quiere decir en relación con Dios) y el otro se refiere a nosotros (qué quiere decir esta afirmación para nosotros).
Ahora bien, respecto a Dios: todos sabemos que existe un solo Dios, que Dios es único. Los cristianos son rigurosamente monoteístas, no menos que los hebreos. Sin embargo, este Dios único no es un Dios solo. Esto no se debe solo al hecho de que nos ha creado a nosotros, a los ángeles y a todos los seres vivos, sino porque justamente en sí mismo no es uno solo. Dios es la unidad de una relación, de una unidad de amor. Este hecho fundamental, el hecho de que Dios en sí mismo es relación y amor, tiene unas consecuencias decisivas para la comprensión del mundo entero y en especial del hombre, del hombre y la mujer, de lo que somos nosotros.
Una primera consecuencia es que el sentido de la vida, a diferencia de lo que piensa la cultura moderna, no se encuentra en la lucha y en la competición, sino en el amor y en el don. Los dos grandes mandamientos del cristianismo, «ama a Dios sobre todas las cosas» y «ama al prójimo como a ti mismo» (cfr. Mt 22,37-40) no se tratan únicamente de deberes morales, el mayor deber de los cristianos, sino también la expresión de la realidad de las cosas. Debemos actuar así porque la realidad está estructurada de este modo. En otras palabras −un poco más difíciles, aunque su sentido es el mismo−, la moral corresponde a la ontología, se corresponde con la estructura profunda de la realidad. Esto en lo que se refiere a Dios.
El segundo aspecto tiene que ver con nosotros. La familia es la primera forma concreta, la más elemental y la base de esta realidad última del amor y del don. Todo esto tiene como base la estructura bisexual: «Varón y mujer los creó» (Gen 1,27). Me permito decir que es una locura, una locura nueva y típica de nuestro tiempo, querer superar esta dualidad de hombre y mujer, querer concebir de algún modo al ser humano como hombre o mujer sin que haya diferencias. El hombre y la mujer tienen dignidad a partes iguales, pero en la familia se encuentra la síntesis de las diferentes dimensiones del amor humano. En ella se dan el amor-eros, es decir, el amor entendido como atracción sexual, y el amor-agape, el amor entendido como donación, el amor que busca el bien del otro en cuanto tal. Asimismo, en la familia van de la mano la transmisión de la vida biológica y la transmisión del patrimonio humano, que consiste fundamentalmente en la capacidad de amar. En la familia no solo se debe transmitir la vida biológica, sino lo que es específicamente humano.
Decimos todo esto sin caer en el riesgo del idealismo. ¡No idealizamos la familia! La familia tiene sus problemas, sus dificultades, sus miserias, como todas las realidades humanas. Esto lo sabe bien cada uno de nosotros cuando empieza a mirarse a sí mismo. La familia es un cansancio cotidiano, un cansancio en el que experimentamos la necesidad de la ayuda de Dios, la necesidad de la gracia. Se habla de «gracia de estado». Existe una gracia de estado que el Señor dona a los esposos y que les hace experimentar la grandeza y la belleza del don de Dios. Creo que tenemos que tomar en serio no solo la grandeza del don de Dios, sino también su belleza. ¿Cuál es la actitud que debemos tener ante esta grandeza y belleza? Diría simplemente dos palabras: alegría, estar contentos por este don; y, naturalmente, gratitud, saber agradecer. Solo si uno sabe agradecer, se convierte verdaderamente en una persona adulta y consciente.

 

La familia es vocación

Gracias, eminencia. Esta respuesta nos introduce del mejor modo posible en la profundidad de la familia y la vocación familiar.
La segunda pregunta se refiere al tema de la vocación. Mi experiencia de fe personal está marcada por la amistad con personas que han elegido el camino de la virginidad, muchos en la misma Fraternidad San Carlos. Siempre he mirado con admiración esta elección, sobre todo por su carácter de dedicación total de la propia vida a Jesús y a la Iglesia. Viendo la fascinación de esta dedicación, surge una pregunta: ¿es posible también en la familia una dedicación total a la Iglesia? ¿Es posible vivir la vocación a la familia con este horizonte grande?

Camisasca. Un gran mérito de don Giussani fue el de volver a proponer con mucha fuerza la experiencia de la vida como vocación para todos. En realidad, incidía en algo que tiene sus raíces profundas en la tradición de la Iglesia, pero que, en algunas épocas, como en la moderna, se oscureció, como si hubiera vocaciones de primera y segunda categoría. En cambio, el Concilio Vaticano II subrayó con insistencia la unidad de las vocaciones en la única vocación bautismal. No solo Giussani, sino muchos fundadores de otros movimientos comenzaron sus comunidades precisamente a partir de esta convicción. El primer deber que tenemos por tanto es ayudar a los hombres a entender que su vida es vocación.
Pero, ¿qué quiere decir que la vida es vocación? Significa que cada vida ha sido suscitada y es habitada por una voz, una presencia. De este modo, llegamos al tema de Dios, que, junto al del hombre, es uno de los temas radicales de nuestro momento histórico. Si no afrontamos estas dos preguntas −«¿quién es Dios?» y «¿quién soy yo?»− no conseguiremos dar dos pasos juntos.
Ahora bien, la vocación quiere decir que nosotros no venimos de la nada. Hay alguien que nos ha querido, que nos ha amado antes del tiempo, antes incluso de que nuestro ser se formase en el vientre de nuestra madre. Ha pensado en nosotros, nos ha querido y nos ha amado. Y ahora nos acompaña. No nos abandona como polvo en el universo, está con nosotros cada día. No obstante, la sociedad posmoderna hoy excluye a Dios del esquema de la persona y sostiene que el hombre se autorrealiza. En el fondo, sostiene que el hombre es Dios. Tanto es así −como indicaba antes el cardenal− que la voluntad del hombre llega hasta pretender definir su identidad sexual como fruto de su autorrealización, de una autodecisión. Ya no existe la realidad, sino solo lo que decido ser en este momento.
Por el contrario, hablar de vocación quiere decir volver a meter a Dios dentro de la pantalla de la vida. Esta es la única posibilidad razonable porque si, al contrario, yo nazco de la nada, entonces también voy hacia la nada. En cambio, si yo nazco de una voluntad personal, libre y amante voy hacia esta libertad y este amor. Únicamente en el diálogo con Aquel que me ha hecho puedo descubrir quién soy y qué valor tiene mi vida. La primera tarea que tenemos nosotros, los cristianos, es resucitar en la gente el eco de Dios, que está presente en cada corazón. Realmente, no se puede borrar el hecho de que estamos hechos a Su imagen, ¡no se puede! Incluso en la experiencia más alejada, la más desfigurada, la más negacionista, hay una luz. Nuestra tarea es suscitar y resucitar esa luz. Puedo deciros con toda sinceridad que durante mis años de sacerdocio, y, aún más como obispo, he visto a personas deseosas de ser ayudadas para recuperar la luz de la que hablo. No es verdad que el hombre se cierre ante Dios. Es verdad que el hombre está desorientado, esclavizado por las tecnologías e investido por las corrientes culturales que gobiernan el mundo, pero dentro de sí conserva una nostalgia de algo hacia lo que se siente llamado y no sabe qué es. De modo que no existen vocaciones de primera y segunda categoría. Existe una única vocación: descubrir por qué estoy en el mundo, por qué he sido querido, por qué he sido amado, por qué estoy aquí. Todos tenemos esta misión, la de ayudarnos y ayudar a ver los signos de Dios en la historia de las personas y descubrir a dónde conducen.
Paso ahora a hablar concretamente de la vocación familiar. Ya hemos dicho que la vocación a la familia es la vocación constitutiva de la Iglesia y de la sociedad. Por consiguiente, en cierto sentido, la familia es la vocación más alta, aquella a la que los curas tenemos que servir. Sobre todo, porque hoy la familia es verdaderamente el frente expuesto de la Iglesia y de la sociedad. Nosotros, los sacerdotes, tenemos que ser la retaguardia −permitidme esta metáfora− que lleve el alimento, las armas a quien está delante; los que animamos a los que están delante, es decir, los que tienen la tarea suprema de generar y educar. También nosotros, los sacerdotes, obviamente tenemos la tarea de generar y educar, pero quien está en el frente, expuesta y necesitada de ayuda, es la familia. Por tanto, nuestra vocación de presbíteros se tiene que expresar como una ayuda a las familias, un apoyo a su vida, una claridad hacia su vocación, ayudándolas a congregarse en comunidades de familias.
La mayoría de las veces, la familia sola está destinada a sucumbir bajo la fuerza de lo que la contradice. De modo que, hoy más que nunca, conocer y reunirse con otras familias es algo que entra dentro de la vocación familiar, para que pueda ser sostenida, alentada y ayudada en un diálogo sobre la propia vocación, la educación de los hijos, la relación entre afectividad y trabajo y tantas otras cuestiones. Confieso que en mi ministerio en Reggio Emilia este ha sido uno de los puntos más bellos, luminosos y apasionantes. Desde hace siete u ocho años me reúno con un grupo de familias que desean afrontar juntas las cuestiones de la vida. En mis visitas pastorales de la diócesis, ahí donde he ido, también he pedido a los sacerdotes y a los fieles crear comunidades de familias, porque esto forma parte de nuestra tarea.

 

El desafío de la educación

Gracias, don Massimo. Tu expresión «volver a meter a Dios dentro de la pantalla de la vida» me ha impresionado. Quien tiene hijos hoy sabe que la pantalla es la totalidad de la vida y que apartar a los chicos de esta es difícil. Esto nos lleva a la segunda pregunta para el cardenal Ruini, precisamente sobre el tema de la educación.
Una de las mayores preocupaciones de nosotros, los padres, tiene que ver con el cómo afrontar la educación de los hijos en un mundo que parece tener puntos de vista totalmente alejados de los ideales cristianos. A veces, la tentación en la que caemos los padres es pensar que la familia tiene que ser una especie de lugar resguardado, un ámbito donde podemos protegernos de las insidias del mundo. Esto, a la larga, puede convertirse en algo sofocante, sobre todo, para los hijos. Entonces, ¿cómo es posible vivir el desafío de la educación en un mundo como el de hoy?

Ruini. Esta es una pregunta que muchos padres se hacen y que muchas veces me han hecho. Realmente, es una pregunta difícil. No pretendo poder responderla de un modo exhaustivo, pero intentaré decir algo.
En mi opinión, para educar es fundamental amar. Solo si los padres han amado a sus hijos de un modo verdadero, en el sentido pleno, tienen grandes probabilidades de poder educarlos. Me refiero a un aspecto muy concreto: amar quiere decir buscar el bien de la persona amada. Hablo de los padres que buscan el verdadero bien de los hijos y no las gratificaciones que puedan recibir cuando los complacen. Esta es una tentación, es un riesgo que muchos padres corren. Necesitan el afecto de los hijos −¡y lo entiendo!− e intentan obtenerlo complaciéndolos. Pero de este modo realmente no los están educando.
Es cierto que el contexto ambiental y cultural no nos favorece, debemos admitirlo. Yo considero que un cierto grado de protección de los hijos, sin encerrarles, especialmente cuando son pequeños, es adecuado y debe darse. Los padres siempre tienen la tarea de proteger a los hijos. Más que una protección en sentido negativo, que se expresa en prohibiciones −«no hagas esto», «no digas aquello», «no vayas a ciertos ambientes», etc.− y que de modo natural provoca en los hijos un sentimiento de rebelión, es útil una protección en sentido positivo. Es decir, buscar insertar a nuestros hijos en ambientes, en redes de relaciones, donde puedan experimentar por encima de todo la belleza de la fe, donde puedan generar amistades que después les sostengan en el camino de la vida. Las amistades que nacen siendo jóvenes, sirven siempre, son un ancla de salvación, una fuerza dentro de nosotros.
Creo que es importante educar a los hijos a tomar la iniciativa. Dar una educación no en el sentido pasivo, sino en un sentido activo. Tomar la iniciativa quiere decir incidir en el ambiente en el que se vive, incidir en el sentido cristiano en las situaciones donde nos encontramos. En pocas palabras, podríamos decir que tenemos que educarles a ser «apóstoles». Yo tuve esta experiencia de joven. Tomé con frecuencia la iniciativa y esto me ayudó mucho, me dio coraje, autoestima, porque veía que los demás, también los profesores, me respetaban y me tomaban en serio. Este es el gran trabajo educativo. Cuando comencé a ocuparme de los jóvenes, siempre intenté conducirles por este camino.
En cualquier caso, debemos tener claro que la educación tiene que ver con la libertad. Es educación de la libertad y educación en la libertad, de modo que no se puede eliminar lo que se ha denominado como «riesgo de educar». No se puede eliminar. Siempre ha estado y hoy en día este riesgo existe de un modo potente. Justo por esta razón, es fundamental la oración. Los padres y/o educadores tienen que rezar por la educación de los hijos. Rezar para confiar a nuestros hijos al Señor, que ama nuestra libertad y puede actuar sobre ella desde el interior. Esta es la gran diferencia entre Dios y el hombre. Nosotros no podemos actuar sobre la libertad de los demás directamente, solo podemos actuar desde el exterior. En cambio, el Señor actúa sobre la libertad desde el interior. Es el Señor quien orienta nuestra libertad hacia el bien. En la gran cuestión de la relación entre la omnipotencia de Dios y nuestra libertad, entre la gracia de Dios y nuestra libertad, siempre debemos tener en mente que la gracia actúa desde dentro. Es el Maestro interior quien actúa en nosotros y actúa de forma natural también sobre los hijos. Por tanto, aquí la oración tiene un valor muy concreto.

 

La sexualidad

Gracias, eminencia. Junto al tema de la educación, hay otro que preocupa −no tanto, o no solo por los hijos, sino sobre todo al pensar en nosotros mismos y en nuestra debilidad−: el tema de la sexualidad. A veces hay reticencias a hablar sobre esta cuestión. En realidad, es uno de los temas en los que más se percibe la presión de una mentalidad diferente, no cristiana. En la visión cristiana hay valores, como por ejemplo la continencia y la fidelidad conyugal que hoy parecen estar superadas, algo a lo que uno puede adherirse como si se tratase de una especie de compromiso masoca, que censura los deseos de la persona. Pregunto a don Massimo, ¿sigue siendo hoy razonable la enseñanza de la Iglesia en relación con la sexualidad?

Camisasca. Sobre todo, retomo lo que se ha dicho en la respuesta anterior: para llegar a la sexualidad es necesario partir del hecho de «quién soy yo». Si no vuelvo a descubrir que soy el fruto de un don, si no sostengo que lo más importante que tengo que hacer en la vida es descubrir quién soy, resulta muy difícil tocar otros temas. ¿Cómo afirmar y entender algo si lo miro desde un punto de vista que impide comprenderlo? La vida es un descubrimiento de uno mismo. En este sentido, me gusta mucho hablar de la última novela de Daniele Mencarelli [Sempre tornare, Mondadori, Milán 2021, ndr], donde un chico de diecisiete años, después de escaparse de su casa, vuelve haciendo un largo viaje en autostop, en el que conoce a muchas personas que, cada una a su manera, le revelan algo de sí mismo.
La aventura de la vida consiste en el descubrimiento de nosotros mismos y tenemos que adentrarnos en ella con todas las dimensiones de nuestra personalidad. Entre estas, la sexualidad, nuestra identidad sexual, es uno de los aspectos fundamentales. No solo tiene que ver con nuestra fisiología o nuestra psicología, sino también con nuestro destino personal, incluyendo nuestra relación con Dios y la verdad. Este camino se hace paso a paso.
Hoy, el problema más grave es que con respecto a la sexualidad de los niños y jóvenes hay vías demasiado inmediatas. Se les conduce hacia una respuesta antes de que se hayan planteado las preguntas. Pienso, por ejemplo, en el influjo nefasto de la pornografía, que lleva a los jóvenes a mirar con disgusto su propia sexualidad o identidad sexual. Es el descubrimiento terrible de que la sexualidad parece ser algo negativo, de que tenga que ver con cosas feas, de que quiera decir cerrarse en uno mismo, la traición de los amigos, de los demás, de que la sexualidad signifique, en el fondo, la imposibilidad de ser felices. Tenemos que ayudar a nuestros chicos a hacer el descubrimiento paso a paso de la propia sexualidad, según los momentos que la persona vive cuando tiene cinco, diez o quince años.
No podemos evitar este tema. Ante un mundo en que el ejercicio anticipado de la sexualidad parece ser «lo más», no podemos caer en el riesgo de no hablar con los jóvenes de estos temas. Por desgracia, puedo decir que muchos sacerdotes no saben afrontarlos, no han sido preparados. Quizá tampoco ellos tienen una conciencia madura de quiénes son. Ante las preguntas de los jóvenes, ante sus experiencias, prefieren callar, afrontar otros temas. Para volver a mi experiencia pastoral, en los últimos años de ministerio siempre he conocido en cada parroquia a niños de primaria o jóvenes de los primeros cursos de secundaria. He hablado sobre todo con los más mayores sobre este tema y muchos de ellos me lo han agradecido, porque no saben con quién hablarlo. No tienen la capacidad o la posibilidad, por razones obvias de pudor, de hablarlo con sus padres. No tienen la posibilidad de hablarlo de un modo serio con sus amigos, para que no se les considere infantiles o mojigatos. A menudo, no tienen la posibilidad de hablarlo con su sacerdote. En ellos se asoma una gran pregunta: ¿por qué Dios me ha hecho así, si este «así» es un mal?; ¿si se trata de una experiencia en la que he estado mal?; ¿en la que, fingiendo sonreír ante mis compañeros, en realidad, después, encerrado en mi habitación he llorado?
Nosotros mismos, como sacerdotes, como educadores y como padres, debemos tener una conciencia madura y equilibrada de nuestra sexualidad. Y, después, encontrar las vías −que no son imposibles− para poder hablar de ello con nuestros jóvenes. De hecho, este es un tema que todos llevan dentro y que desean hablar con algún adulto.
Hoy el tema de la madurez afectiva y de los pasos hacia la misma son uno de los temas principales dentro de la determinación de la persona de la que tan bien y sabiamente ha hablado el cardenal. ¿Por qué? Porque es un tema recapitulativo. En efecto, madurez afectiva quiere decir capacidad de relacionarse con la realidad y con los demás, capacidad de acoger el bien y atención para que no nos mate el mal en las relaciones y de las relaciones; quiere decir salvaguardar el crecimiento. Tenemos que crear lugares de diálogo con nuestros jóvenes, pero tenemos que hacerlo dentro de un recorrido global de educación en la vida cristiana, de educación en la vocación, donde la sexualidad y la madurez afectiva no se excluyan, no se conviertan en el tema del día, sino una experiencia que vayamos haciendo en el descubrimiento de nosotros mismos. De hecho, este es otro peligro: aparte del peligro de no hablar sobre la sexualidad, está el peligro de hablar de ella simplemente con la lógica del mundo. Por el contrario, nosotros tenemos que ayudar a los jóvenes a ver su propia sexualidad y su propia madurez afectiva dentro de un recorrido complejo y completo de maduración de su propia personalidad, que es conocimiento y amor. Ayudar a los jóvenes a ver la relación profunda entre el conocimiento y el amor, ayudarles a que vean que no es posible conocer si no se ama. Amor ipse notitia est, como escribían los medievales: el amor es el vértice del conocimiento. Amor quiere decir atracción. Amor quiere decir respecto. Amor quiere decir implicación con el otro y al mismo tiempo conocimiento de la peculiaridad del otro. Por desgracia, nuestro tiempo hace que consideremos las relaciones con los demás como si fueran relaciones con objetos. De modo que, si ya no existe Dios, es decir, si nosotros somos el fruto de un don, si el otro no es el fruto de un don y no es un don para mí, entonces es solo un objeto que yo puedo usar y después dejar. Esta es la razón por la cual se multiplican las relaciones furtivas y cosificadas con las personas, en las que la persona muchas veces solo sirve como objeto de placer. Es la ruptura de la relación intrínseca entre sexualidad y afectividad. Hay recorridos de conocimiento donde la afectividad y la sexualidad tienen que implicarse la una con la otra. El hombre y la mujer nunca pueden convertirse en objetos en los brazos de otro «tú», porque no existe ningún «tú» que pueda ser una respuesta adecuada a mi «yo». Yo soy relación con el infinito, por tanto, no puedo convertirme nunca en objeto. La realidad de Dios vuelve a aparecer continuamente dentro de este recorrido de madurez afectiva, de la propia sexualidad.
Destaco un último apunte: Dios ama los riesgos. Al hacernos como nos ha hecho, nos ha puesto en una situación de riesgo. Pero él sabe que, si el hombre reconoce su propia relación con Él, este riesgo es razonable. Es el hombre quien, al estar solo, corre realmente un riesgo. Es el hombre que se convierte en un objeto de otro y para otro. El hombre, cuando vive relaciones auténticas con los demás, es decir, dirigidas por el misterio de Dios, vive con alegría el riesgo de su propia inteligencia, de su propia afectividad y sexualidad.

 

El trabajo y su valor

Gracias, don Massimo. «Dios ama el riesgo». Me gustaría utilizar esta bella expresión para introducir al cardenal Ruini otra dificultad: el problema del trabajo. Este es otro tema que, como el de la sexualidad y la educación, ocupa una parte fundamental en la vida de las familias y que corre el riesgo de convertirse en algo absoluto. Aquí, también nosotros sentimos que hoy estamos ante una alternativa que paraliza: por un lado, hay una ideología del trabajo por la que el hombre tiene que afirmarse a sí mismo por todos los medios y ser el vencedor; por otro, la experiencia de un trabajo que con frecuencia presenta grandes dificultades y no satisface. Muchos han tenido la experiencia de perder el puesto de trabajo. Al final, se tiende a pensar que la alternativa está entre el hombre que es capaz de imponerse y el que pierde, el vencido. Esto introduce a su vez toda una serie de dificultades para conciliar el trabajo y la familia. Le pregunto: ¿qué es lo que da valor al trabajo y qué permite ordenar la relación entre el ámbito de la familia y el trabajo, entre las necesidades de una y otro?

Ruini. Quiero partir de una premisa. Hay trabajos, no pocos, que apasionan. La persona que los realiza se considera afortunada de hacerlos y le encanta hacerlos, independientemente de otras consideraciones. Pensemos por ejemplo en un artista, al que le llena de alegría poder expresarse dibujando o tocando. O en un médico: tengo un amigo médico que no se cansa de trabajar porque resolviendo los problemas de sus pacientes se divierte. Yo también, como anciano, en cierto sentido, sigo experimentando esto, no tanto en el trabajo, sino en el estudio. Como sabemos, los antiguos no consideraban el estudio un trabajo, sino que formaba parte del otium, del tiempo libre, y, por tanto, de la persona libre que no estaba obligada a trabajar. Pero hoy esta visión está superada. Personalmente, puedo testimoniar que el estudio a veces supone un gran cansancio, no solo a la hora de leer, sino especialmente cuando hay que generar algo, cuando hay que pensar y generar. Un gran filósofo moderno habla del cansancio del concepto.
Volviendo a la pregunta, ¿cómo nos enfrentamos a este problema? ¿Qué da valor al trabajo? Por una parte, el trabajo es una necesidad para vivir, por otra, es una manera de realizarse, quizás la mejor manera de realizarse, como subraya muy bien Juan Pablo II en la encíclica Laborem Excercens. Estos dos aspectos, el objetivo y el subjetivo, dan valor al trabajo y van de la mano. No hay que avergonzarse del primero. Se trabaja por una necesidad, para llevar el pan a casa. Quizá hay muchísima gente que trabaja solo por esto, pero ya es algo positivo.
Después, ciertamente, el trabajo tiene sus riesgos. El trabajo puede convertirse en algo totalizador, algo que no deja espacio para otra cosa, en especial, para la familia. ¡Es verdad, desgraciadamente! Muchas veces sucede. En primer lugar, esto tiene que ver con muchas mujeres, porque −digámoslo− sobre ellas recae principalmente el peso de la familia, al menos en el plano práctico, y hoy las mujeres tienen que trabajar, y es justo que trabajen. Pero también es un gran problema para muchos hombres. Tengo un amigo muy querido que tiene que trabajar mucho para poder mantener a la familia y la mujer siempre le dice: «¡Nunca estás en casa!». Él responde: «¡Sí, pero yo tengo que hacer esto para mantener a la familia!». No tengo una solución a este problema, pero creo que tiene mucho que ver con la intención con la que trabajamos. Una cosa es si trabajamos solo para afirmarnos a nosotros mismos, para ganar dinero, para hacer carrera, para poder decir «soy un crack»; otra, es si en cambio trabajamos duramente para ayudar a nuestra familia o a otros, y, por tanto, con una intención más bien altruista. Creo que se puede formular un criterio un poco genérico, pero vale para muchas circunstancias: se debe evitar, en la medida de lo posible, en la concreción de la vida, que el trabajo se convierta en algo totalizador, aunque, para evitar esto, haya que pagar un precio, en el sentido de tener menos éxito profesional. Es un criterio contracorriente, es cierto, pero creo que es realista. Si se acepta que el trabajo se convierta en algo totalizador, uno no sale de ahí, por tanto, hay que impedirlo. Me lo digo sobre todo a mí mismo. Cuando era vicario de la diócesis de Roma −en cierto sentido, esto también es un trabajo−, no me daba tregua. Es verdad que no tengo propiamente una familia, pero me daba cuenta de que al final, dejándome atrapar demasiado por el trabajo, ya no conseguía dar lo que me gustaría dar si estuviese más libre, más tranquilo, más calmado, si no estuviese ansioso por hacer todo lo que tenía que hacer. Por ello, aconsejaría a las personas que trabajan tener siempre un cierto control sobre sí mismos en el trabajo, tener siempre una mano lista para accionar el freno, de modo que el trabajo sea una dimensión muy importante de la vida, pero no la única. Lo mismo diría con el caso de la familia. Nada debe ser totalizador, más que una sola cosa, es decir, la relación con Dios y la relación de amor con nuestro prójimo. Es ahí donde tenemos que descubrir nuestra totalidad, no en otras cosas. Si ponemos en el centro otras cosas, corremos el riesgo de caer en el pecado de la idolatría.

Camisasca. Me gustaría hacer un breve inciso sobre la experiencia que he vivido en todos estos años: es muy importante decidir juntos los pasos. En la vida laboral hay muchas decisiones que tomar: cambiar de trabajo, aceptar un ascenso, un nuevo proyecto, etc. Es absolutamente decisivo que marido y mujer, incluso involucrando a los hijos cuando son lo suficientemente mayores, hablen y se ayuden mutuamente para decidir y valorar juntos. Uno de los mayores riesgos es que la otra persona, ya sea la mujer o el marido, diga: «Vale, sí, ¡pero esa decisión la tomaste tú! Lo decidiste tú, porque te convenía en ese momento. Ascendías, ganabas más. Es verdad, lo hacías por todos nosotros, pero las consecuencias han sido estas, etc.». La relación entre la afectividad y el trabajo es uno de los temas más graves y también de los más recurrentes en las crisis familiares. El marido y la mujer no solo tienen que encontrar criterios para afrontar juntos las decisiones, sino que también deben reflexionar y ayudarse con otras familias, escuchar cómo han afrontado otros estos temas, cómo los han vivido, cómo los han asimilado, qué han aprendido de pasadas experiencias.
Asimismo, quiero añadir que no tenemos que pensar nunca en que nuestros hijos puedan crecer sin el tiempo que les dediquemos. Un hijo que nunca ha tendido la posibilidad de jugar en un prado con su padre o que se le ha dejado delante de la televisión, del ordenador o la Playstation y que no ve a sus padres tendrá grandes dificultades para crecer. De modo que no solo hay un tiempo que pasar con la mujer o el marido, sino un tiempo que pasar con los hijos. Es una exigencia muy importante, sobre todo actualmente, porque ahora, más que antes, los hijos necesitan la fisicidad del padre y la madre.

 

El miedo del “para sempre”

Gracias a los dos por la respuesta. Nos acercamos al final con las dos últimas preguntas. La que dirijo a don Massimo gira en torno a la palabra «definitivo». El papa Francisco muchas veces repite que nuestra cultura es una cultura de lo provisional. Mirando a nuestros amigos más jóvenes, pero también a nosotros mismos, que ya estamos casados, nos damos cuenta de que esta palabra asusta. La idea de tomar una decisión definitiva, de que esa decisión sea para siempre, de que el matrimonio sea para toda la vida, da miedo. Nos asusta a nosotros que ya hemos tomado esa decisión y asusta a quien aún la tiene que tomar. ¿Cómo se vence este miedo hacia lo que es definitivo, hacia lo que es para siempre?

Camisasca. Tienes razón. La causa principal de cohabitar, no la única, es precisamente el miedo a lo definitivo, que en el fondo es un miedo a la vida. Es el miedo a que suceda algo imprevisto. ¿Y cómo afrontarla? Si es verdad lo que decía don Abbondio en Los novios −y creo que tiene razón−, es decir, que el coraje no se lo puede dar uno a sí mismo, entonces uno tampoco puede ser fiel por sí mismo. La fidelidad a la propia vocación es un don de Dios. Un don que hay que implorar cada día, que se vuelve a descubrir y se gusta cada día. Así sucede con la fidelidad matrimonial.
No obstante, quiero subrayar que la fidelidad no es posible cuando uno está solo. Cuando surge una dificultad, quizás muy grave −de esas dificultades de las que habla el papa Francisco al referirse a platos que se tiran, etc.−, siempre digo a las familias que son las dificultades de todas las familias, tal vez no de todos los días, pero de todas ellas. Preguntémonos: ¿quién tiene que afrontar estas situaciones? Si nos concebimos solos, ya hemos perdido. La soledad vuelve casi imposible la fidelidad. Solo la fuerza de Dios hace posible la fidelidad. Fidelis Deus: él es quien es fiel y quien nos da la fuerza para ser fieles. Solo viviendo su alianza con nosotros, somos capaces de ser fieles, gracias a su don y por su gracia.
No penséis que la gracia es algo que viene como consecuencia, como un paquete. La gracia es una fuerza transformadora que nos hace capaces de ver todo de un modo diferente, de ver aspectos que solos no podemos descubrir. Sobre todo, nos vuelve capaces de ver la belleza y el valor del otro. Una de las razones fundamentales de la incapacidad de ser fieles es que el otro, en un momento, se nos muestra diferente a cómo lo habíamos imaginado. Desgraciadamente esto sucede muy a menudo. Si nosotros pensamos que el otro tiene que ser alguien que nos corresponde en todo y para todo…al final todo se deshace. Solo si hay un Tercero, solo en la fidelidad de Dios, somos capaces de ser fieles, porque somos capaces de descubrir que el otro no solo es diferente respecto a cómo lo habíamos imaginado, sino que también es precioso y algo positivo que sea así, porque puede ofrecernos algo que no nos esperábamos y que la vida nos descubre de repente ante nuestros ojos. Como consecuencia, la oración tiene mucha influencia en la vida de la pareja. Si los dos esposos no rezan nunca y nunca rezan juntos, todo será mucho más difícil. La oración no solo es un camino para pedir ayuda a Dios, también es un camino para mirar de un modo diferente al otro. Por tanto, la fidelidad tiene mucho que ver con quién dejamos entrar cada día en la pantalla de la vida.

 

Dentro de una amistad

Gracias por esta respuesta. Decía don Massimo que la fidelidad es imposible si nos concebimos solos. Esto nos introduce en la última pregunta que hago al cardenal Ruini. También en la experiencia de mi familia, ante las dificultades y desafíos de los que hemos hablado antes, el hecho de tener un ámbito de amistades más amplio, que nos acoge y nos sostiene, es la mejor ayuda. Entonces, ¿cómo es posible evitar caer en la imagen que mencionaba don Massimo sobre los dos corazones y una casita, aislados del resto del pueblo? ¿Cómo se puede evitar que la familia se encierre en una especie de mónada, cerrada al resto?

Ruini. Me limito a unas breves consideraciones. Nosotros vivimos en un contexto social y cultural que denominaría como anónimo, o como se suele decir, líquido. En definitiva, un contexto en el que todo parece indiferente, y se corre el riesgo de quedarse solos. Por esto, las redes de amistad son especialmente importantes para todos, no solo para los esposos. Diría que también para un sacerdote, para conseguir vivir fiel y felizmente su sacerdocio. Teniendo una red de amistades se sale del anonimato, así se recupera una dimensión realmente personal.
Antes decíamos que ni el trabajo ni la familia deben convertirse en algo totalizador. La imagen romántica, en el fondo falsa, a la que se refería monseñor Camisasca, sobre los «dos corazones y una casita», consiste precisamente en convertir la relación de una pareja en algo totalizador. Sin embargo, la familia no se fortalece encerrándose en sí misma. Quizá puede ser una impresión, una esperanza, pero es una ilusión pretender que se vuelva más fuerte encerrándose en sí misma, en su propio ámbito. Al contrario, la familia se refuerza abriéndose, es decir, se hace más fuerte mediante la amistad y la comunión con otras familias. Y no solo con otras familias, sino en general con otras realidades humanas. Cuando la familia es capaz de esto, entonces adquiere madurez y solidez. Evidentemente, para que esto no se quede en un deseo pío, es necesario dedicar a estas amistades el tiempo necesario. Y aquí tocamos, por desgracia, una tecla hiriente, porque el mundo de hoy es un mundo en el que siempre hay poco tiempo. La sensación que tenemos es la de tener poco tiempo. Misioneros que han estado en África me contaban de la enorme diferencia entre el modo en que conciben el tiempo los africanos y nosotros. Los africanos tienen tiempo en su vida, porque tienen otra concepción del tiempo, la misma que teníamos nosotros en el pasado, creo, pero que hoy ha sido superada. Hemos olvidado que ser dueños de nuestro tiempo −y no esclavos del tiempo− es un gran valor. Esto también vale para las amistades. En el fondo, ¿por qué perdemos tantos amigos? Si me miro a mí mismo, si recorro mentalmente mi historia, he tenido un número incontable de amigos, muchísimos amigos por todas partes, quizás demasiados. Pero con muchos he dejado la relación, porque no les quería dedicar tanto tiempo, porque quería salvaguardar mi tiempo. Quizás he hecho bien, porque tampoco podía exagerar, pero está claro que solo cultivamos las amistades si les dedicamos tiempo.
Concluyo volviendo al problema de la educación y a lo que decía monseñor Camisasca – con el que coincido plenamente−, es decir, al hecho de que los padres para educar a sus hijos tienen que pasar tiempo con ellos. Es inevitable. Mi madre fue una gran educadora porque me dio mucho tiempo y este tiempo para mí era gratificante. No me daba cuenta de la grandeza de este tiempo. Mi padre me dio un poco menos −era médico y trabajaba como un loco−, pero recuerdo que cuando volvía a casa, cansado, cuando yo era pequeño, lo esperaba en la entrada y empezaba a hacerle preguntas, una detrás de la otra. Él tenía la paciencia de escuchar después de toda la jornada laboral, durante una hora mis «¿por qué…? ¿por qué…?». Y esa hora para mí era algo fundamental. Por eso estoy agradecido a mis padres.

 

Doy las gracias de corazón al cardenal Ruini y a don Massimo. He tenido la impresión de escuchar las voces de dos maestros, algo que necesitamos en nuestros tiempos. Hoy el tema de la familia está enormemente ideologizado, escuchamos muchos gritos sobre la familia, tanto por una parte como por la otra. A veces parece que la posición de la Iglesia es la de una minoría ideologizada que defiende ideológicamente una mentalidad que ha sido superada. Hoy he tenido la percepción de que esto no es un juicio verdadero. No hemos escuchado una defensa ideológica, hemos recibido una propuesta que percibimos como algo posible también para nosotros.
 

Basílica de San Pablo Extramuros, Roma, 7 de septiembre 2021

Card. Cammillo Ruini, mons. Massimo Camisasca

 

Imagen: Marc Chagall, El Cantar de los Cantares (III), Musée National Message Biblique

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