Si uno entra, se salvará

Navidad: hacerse pequeños para conocer la grandeza de la vida.

Copertina 2 Dimensioni Grandi
Cantando villancicos en la calle (Eastleigh, Reino Unido).

La basílica de la Natividad de Jesús en Belén es el único santuario que ha sobrevivido milagrosamente, hasta nuestros días, a la historia y los conflictos de esa tierra misteriosa y torturada. Esto se debe a que −durante la ocupación árabe-musulmana− el califa Omar, en el año 638, entró en ella para rezar en el lugar de nacimiento del profeta Issa (Jesús), convirtiendo la basílica en un lugar de culto también para los musulmanes.

Una de las peculiaridades de la basílica es el hecho de que, aunque es un lugar majestuoso, hermoso, grande y con bellos mosaicos, se entra por una puerta muy pequeña. Para entrar en ella hay que agacharse.

La razón histórica de esta «anomalía» es el deseo de proteger el lugar sagrado, impidiendo el acceso a los que querían profanarlo. Al entrar en ella, sin embargo, uno no puede dejar de pensar también en el significado simbólico de esta «incomodidad»: «Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos» (Jn 10,9).

Jesús se ha identificado con la puerta de la verdadera vida, la puerta que todo hombre busca en el frenesí de sus jornadas. Es una puerta estrecha, como la de Belén, por la que solo se puede pasar haciéndose pequeño o, mejor dicho, reconociendo la propia pequeñez. «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos» (Mt 7,14).

La Navidad -que pronto empezamos- es la fiesta en la que esa puerta estrecha ha venido a buscarnos de un modo totalmente imprevisible, que hace mucho más fácil el acceso a la verdadera vida. Basta contemplar a ese niño que precisamente allí, en Belén, de lo «grande» que era, decidió hacerse pequeño, frágil y necesitado de todo, para ayudarnos a no tener miedo de nosotros mismos, de nuestra humanidad infinita y al mismo tiempo limitada. Desde aquel momento que cambió la historia del mundo, el hecho de «agacharse», de hacerse pequeño, no es consentir de mala gana que alguien nos agache la cabeza, sino que es secundar un atractivo, inclinarse para contemplar el Misterio de Dios hecho hombre, como hicieron los ángeles, los Reyes Magos y los pastores.

Para atravesar las grandes Puertas Santas hay que hacerse pequeño y reconocer la propia necesidad

El Niño Jesús, en su pequeñez, nos atrae para donarnos su grandeza, es decir, su propia vida. En el fondo, todos hemos sido creados para entrar en la humilde grandeza de Dios.

Esta es exactamente la experiencia que se hace al entrar en la basílica de Belén.

Y es la misma experiencia que podemos hacer también en Roma, atravesando las Puertas Santas de las cuatro basílicas que el Papa Francisco abrirá con ocasión del próximo Jubileo, comenzando por la de la basílica de San Pedro la misma noche de Navidad.

Para atravesar las grandes Puertas Santas de hoy no es necesario agacharse físicamente. Sin embargo, hay que hacerse pequeño, reconociendo la propia necesidad de perdón y de gracia. El Jubileo, de hecho, deriva de una antigua fiesta judía en la que, cada 50 años, se celebraba un año en el que -entre otras cosas- se liberaba a los esclavos. La Iglesia ha hecho suya esta fiesta, resignificándola a la luz de la encarnación, muerte y resurrección de Cristo.

Cada uno de nosotros tiene una profunda necesidad de ser liberado de la esclavitud del mal que atenaza nuestras vidas. Necesitamos atravesar esta puerta, en ambas direcciones. Anhelamos entrar en el abrazo del perdón de Cristo, experimentar la misericordia que nos concede incesantemente a través de los sacramentos y la comunión con nuestros hermanos. Y deseamos también salir, llevar esta alegría, este «júbilo», a todos los que encontramos en nuestro camino, siguiendo a Aquel que nos conduce a los pastos de la verdadera vida, a la comunión con Él y entre nosotros: “Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos” (Jn 10,9).

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