Dios se hizo hombre para acercarse a los hombres. A pesar de ello, lamentablemente, la mayoría lo percibe como una realidad lejana. Él sigue siendo tan impredecible y discreto que parece esquivo. En cambio, para nosotros, los creyentes, Dios es una presencia cada vez más real y concreta. Y también este año, para nosotros, la Navidad trae consigo un nuevo hecho imponente: Cristo está presente.
Este es el significado de nuestro estar juntos: somos unos para otros el signo de Su presencia. Lo somos objetivamente, independientemente de nuestras condiciones personales y de nuestros sentimientos. Por lo tanto, una característica de la Navidad es la alegría y el gozo que nacen del reconocimiento de la llamada a estar juntos. Tal reconocimiento nos abre continuamente a algo más grande: al abrazar a los hermanos, reconocemos quién es Cristo, pero sobre todo que Él está aquí, hoy.
Ese niño depositado en el pesebre de Belén ya era el comienzo de un mundo nuevo.
La conciencia de la razón de nuestro estar juntos −llamados juntos por el mismo Cristo, por el acontecimiento de su Encarnación− nos permite afrontar la batalla de la existencia. En el poema Il focolare («El hogar», ndt), Giovanni Pascoli imagina una noche de tormenta, llena de nieve y relámpagos. Las personas caminan, pero no saben hacia dónde, porque no tienen razones para existir. De repente, un relámpago más grande que los demás ilumina una casa. Uno a uno, los hombres entran en ella. Se calientan unos a otros con su aliento. Pero luego vuelven a salir al aire libre y cada uno reanuda su camino, en el frío de la noche. Sin embargo, nuestra situación es diferente: no estamos solos. Podemos tener la seguridad de que habitamos en la casa del Señor por años sin término y la certeza de que Dios está con nosotros hace que la felicidad y la gracia sean nuestras compañeras, como dice el Salmo 23.
Ciertos de la compañía del Señor, no afrontamos la existencia con la cabeza gacha, como si tuviéramos que derribar todos los obstáculos, sino que somos en el ambiente en el que vivimos una nueva levadura. Después de todo, la gran novedad introducida por el cristianismo siempre se afirma a partir de realidades muy pequeñas. ¿Qué hay más pequeño que un niño? Sin embargo, para María y José, al igual que para los pastores, ese niño depositado en el pesebre de Belén ya era el comienzo de un mundo nuevo. La mayoría ni siquiera se dio cuenta de su nacimiento. César Augusto seguía siendo emperador y Herodes seguía siendo un tirano, pero Jesús constituía el comienzo de una nueva humanidad. Del mismo modo, nuestra pequeña compañía está para anticipar en el tiempo, en este mundo, lo que será su cumplimiento definitivo. La condición para realizar esta tarea es «rendirnos» a la Navidad, a la presencia física de Dios. La Navidad nos llama a madurar un juicio de afecto hacia nuestra compañía y hacia la Iglesia. Se trata de aprender a esperarlo todo del lugar en el que hemos sido llamados y acogidos.