El verdadero sacrificio es la comunión

El sacrificio es un camino para abrirnos a Cristo y a su amor. Meditación sobre la Cuaresma.

Gaetano Previati, Via al Calvario (1901-1904; olio su tela, 80 x 150 cm; Milano, Museo Diocesano “Carlo Maria Martini”)
Gaetano Previati, camino al Calvario (1904).

«Pascua» es una palabra italiana derivada del hebreo Pesah. Este último término significa «paso»: el paso del ángel de las casas de los judíos en Egipto para salvar a los primogénitos, el paso del Mar Rojo, el paso del Jordán para entrar en la Tierra Prometida. Para nosotros, los cristianos, el paso de Cristo del Padre a la tierra, su paso de la pasión y la muerte a la resurrección. Para cada uno de nosotros, el paso de una vida considerada y vivida con los ojos del mundo a una vida mirada y vivida con los ojos de Dios, en su alianza.

La Cuaresma es la preparación y anticipación de la Pascua. También ella es, por tanto, ante todo, un tiempo de paso: una invitación a abandonar la imagen que tenemos de nosotros mismos, para encontrar, dentro de la renovada relación con Dios, nuestro verdadero «yo». Solo el Señor, en efecto, puede abrirnos a las dimensiones más verdaderas de nuestra personalidad. Es Él quien nos enseña lo que es bueno para nuestra vida y cuáles son los caminos para alcanzarlo.

Por supuesto, cada paso implica un sacrificio, un abandono de nuestras pequeñas seguridades mundanas −que a veces nos parecen el único ancla en el que apoyarnos− para adherirnos a la roca de Dios. Mortificar la imagen que tenemos de nosotros mismos para seguir a Dios puede darnos la impresión de morir. En realidad, es el comienzo de la resurrección. El que se pierde, se encuentra, decía Jesús.

Vivir el sacrificio significa dejar espacio para que Otro, Cristo, ocupe su lugar en nuestra existencia, hasta el punto de convertirse en nuestra identidad: no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí, dice san Pablo a los Gálatas.

En el capítulo décimo de De civitate Dei, San Agustín afirma que el verdadero sacrificio es la comunión, el paso del yo al nosotros, hasta el punto de decir: «yo soy tú». Dicho de otro modo, el único sacrificio auténtico es el amor. He aquí la gran revolución en la historia del mundo, realizada primero por los profetas y luego por Jesús: la caridad divina hace posible todo sacrificio necesario para afirmar al otro, incluido el de la vida. Por eso la Iglesia considera la vida de los vírgenes y de los mártires la forma más elevada de amor.

Los ramilletes de flores que hacíamos de niños −o que aún hacemos− sólo tienen sentido en esta perspectiva: afirmar que Otro lo es todo. Así, también lo que la Iglesia nos invita a vivir durante este tiempo de Cuaresma, como el ayuno, la limosna y la oración, no es una renuncia, sino una afirmación de que en Cristo se nos da todo y solo si Le damos espacio.

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