Nuestro padre Aldo Trento llevaba unos días enfermo. A finales de mayo, cuando su estado empeoró, don Paolo Sottopietra y yo tomamos el primer vuelo disponible con destino a Paraguay, con la esperanza de verle por última vez y, si fuera posible, despedirnos y hablar un poco con él. Cuando llegamos, seguía con terapia intensiva. Podíamos visitarlo de uno en uno, alternándonos con Patricio, los otros sacerdotes presentes, el hermano de Aldo −que había venido desde Italia con su sobrino− y los miembros de la fundación San Rafael que gestiona obras fundadas por él. Poco después, día tras día, fue mejorando. Hoy, mientras escribo, el padre Aldo está en su casa, rodeado de sus amigos y colaboradores.
Nosotros volvimos a Italia. Entre tantas emociones y pensamientos que me llevé a casa, destaco en primer lugar la gratitud por nuestra presencia en la Asunción. Llevamos ahí treinta y cinco años, desde que don Giussani confió a la amistad y cuidado de dos sacerdotes diocesanos, don Lino y don Alberto, al padre Aldo. ¿Quién habría imaginado que de aquella amistad nacerían todas esas obras y que, siga existiendo la posibilidad de que la Fraternidad esté presente en una misión viva, a pesar de haber vivido en el pasado momentos de fatiga?
Me viene a la mente la parábola del Evangelio donde Jesús compara el Reino de Dios con un grano de mostaza, algo ínfimo, invisible, aparentemente sin valor. Al echarlo a la tierra, con el tiempo, da fruto y llega a convertirse en un árbol que supera al resto en altura y estabilidad, hasta el punto de ser un lugar que acoge y resguarda a las aves del cielo.
¿Qué extraemos en primer lugar de esta imagen? Ante todo, el hecho de que Dios quiere que demos fruto. Quiere que nuestra existencia sea fecunda, que nuestras vidas se realicen. A Él le interesa nuestra felicidad. Dar fruto, ser fecundos, saber que nuestra vida es útil nos hace felices. Y la vida más inútil a ojos de los hombres, para Dios es extraordinariamente valiosa.
En nuestras comunidades Dios ve lugares donde lo humano vuelve a florecer
El segundo lugar: la mirada de Dios. Cuántas veces al mirarnos a nosotros mismos, ya seamos sacerdotes o laicos, no vemos más que un pequeño grano de mostaza. Cuántas veces nos sentimos frustrados y nos desanimamos ante la debilidad de nuestras fuerzas o la pequeñez de nuestras comunidades. Sin embargo, Dios ve en esa pequeña semilla un árbol grande y robusto. En nuestras comunidades, aparentemente insignificantes, ve lugares donde lo humano florece, donde la fe puede comunicarse de nuevo, como la levadura que crece y vuelve dar sentido a nuestras vidas. Esta es la mirada que el Señor nos quiere regalar. El don que nos permite mirar con sus ojos se llama esperanza.
Esta virtud tan querida por Charles Péguy nos permite dar un último paso indispensable. Para que la pequeña semilla pueda convertirse en el árbol que está llamada a ser, es necesario que acepte ser arrojada a la tierra.
El ofrecimiento de sí es la ley de la vida. El hombre solo se gana a sí mismo perdiéndose, amando hasta el final, como hizo Cristo con los suyos. Solo así es posible que nuestra vida dé fruto. Esta es la única razón por la que uno va de misión, va a trabajar por la mañana, por la que uno se casa y tiene hijos: para darse. Si lo pensamos, nuestra tristeza no nace tanto del miedo a no ver los frutos, sino del miedo a darnos, de nuestros intentos de reservarnos poco o mucho de lo que tenemos y tememos perder.
La tierra en la que uno muere es la de la Iglesia que toma, para cada uno de nosotros, la forma que Dios ha establecido. Puede ser el rostro de dos esposos, el uno para el otro, la compañía de amigos que hemos reconocido como decisiva para la vida, los hermanos de la casa con los que estás de misión.
Así como las obras que han nacido de la fe y la caridad de nuestros sacerdotes han podido salir adelante gracias a la amistad que las precedía, esa tierra ha permitido que el grano de mostaza se convirtiera en árbol.
Recuerdo lo que me dijo hace años uno de nuestros sacerdotes: es más fácil dar un único y gran «sí», una vez por todas, que dar muchos «síes» cotidianos. Cada día estamos llamados a dar ese «sí». Cada día estamos llamados a lanzar esa semilla que es nuestra vida en la tierra donde pueda ser fecunda y donde puedan crecer las relaciones más decisivas para nosotros. Pedir a Dios cada día su mirada para ver lo que aún no vemos y que, en cambio, Él ya está admirando. Con la certeza de que Dios quiere que demos fruto.