Al empezar el año, miremos al menos dos cuestiones. En primer lugar, ¿de qué están llenos nuestros ojos y nuestra mente? Pensemos en los pastores que aparecen en el Evangelio de San Lucas: vamos a ver lo que ha sucedido (cfr. Lc 2,15). Si nuestros ojos y nuestra mente están invadidos de imágenes y pensamientos alejados del hecho de Cristo, entonces, realmente no podemos volver a empezar, porque estamos llenos de algo que, en vez de ayudarnos, nos tira hacia abajo. Deberíamos caminar o, más bien, correr; siempre, en la vida, cuando algo nos conmueve de verdad, no solo nos hace caminar, sino que nos lleva a correr. Si estamos parados o si avanzamos cansinamente es porque llevamos a la chepa fardos inútiles, porque no nos hemos adherido sencillamente a lo que nos ha sucedido en nuestra vida. Esta noche, antes de ir a dormir, al terminar el examen de conciencia, tenemos que pedir a Dios la gracia de tener ojos y mente verdaderamente llenos del acontecimiento de la Encarnación y de la memoria de la vocación (la vocación es la continuación de la Encarnación).
La segunda pregunta que tenemos que hacernos surge como consecuencia de la primera: ¿qué esperamos del tiempo que se avecina? Si tenemos los ojos y el corazón llenos del acontecimiento de la Encarnación, podemos tener claridad sobre qué esperar.
En su primera Carta, san Juan dice: Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro (1Jn, 3, 3). Es una expresión profundamente reveladora, porque el contenido de la esperanza describe el fin de nuestra persona y la verdad de nuestra vida. ¿Qué esperamos? No podemos responder a medias. Si estamos dentro de esta compañía vocacional, debemos preguntarnos qué esperamos de este lugar.
Esta pregunta debe formar parte del examen de conciencia de todas las noches. ¿De quién esperamos el bien de nuestra vida? ¿A quién se lo pedimos? Y, ¿qué tiene que ver la comunidad con este bien? La pregunta no se puede dar por descontado, pues, de hecho, existencialmente la damos por descontado, en la medida en que continuamente perdemos la respuesta en la costumbre, el olvido, la pereza y la ingratitud.
¿De quién esperamos el bien de nuestra vida? ¿A quién se lo pedimos?
Dios nos ha puesto en esta compañía porque desea el bien de nuestra vida. Si esperamos nuestro cumplimiento de Él, nos purificamos. Esto significa que nuestra mirada se vuelve transparente, que nuestra atención se dirige hacia lo que realmente importa, que nuestra libertad se mueve hacia aquello que merece la pena construir.
Con ocasión de cada nuevo inicio, la Iglesia nos invita a ser serios con nosotros mismos, partiendo de la certeza en que la memoria de lo que hemos recibido basta para disipar la niebla que pueda aparecer.
La obra de Dios no tiene medida, es una cascada de gracias maravillosa que cae continuamente. Su iniciativa nos alcanza mediante los caminos que Él mismo elige, son inescrutables, a veces llenos de dolor y de sangre, pero siempre llevan a nuestro cumplimiento.
La maravilla de la cascada de gracias que vienen de Dios es tan potente que nos conmueve y fascina. Si caminamos cansados, inciertos o con dudas, quiere decir que nuestra mirada aún no es pura. La pesadez es el signo de que no sabemos mirar, de que nuestra mirada no esta fija en Aquel que llena nuestra vida de una promesa que solo Él mismo es capaz de cumplir. Nuestra humanidad está viva si esperamos y es verdadera si volvemos a poner nuestra esperanza en el Único que puede responder a nuestra espera.