Los pacientes de la cuarta planta del Pabellón 5 no hablan. Pero te miran. Son los enfermos de Cirugía maxilofacial y de Otorrinolaringología, donde se realizan las cirugías de cara, boca y garganta, que aunque sea con fines terapéuticos, afecta radicalmente al rostro, expresión única de la identidad personal, y a la articulación del lenguaje.
Rostros desfigurados. Miradas mudas. Muecas de dolor. Expresiones que imploran. Cuando entro en este servicio se me encoge el corazón más que en cualquier otro.
Hay un enfermo al que le han quitado la lengua. Me lo presenta el jefe de servicio. Me mira pacientemente y responde a mis preguntas con la cabeza y con ligeros movimientos de la mano. Su cara está hinchada y una herida oblicua atraviesa el cuello de un lado al otro con decenas de grapas metálicas, que parecen formar una cadena. Sufre mucho. Siente el estímulo del hambre, pero no puede ingerir alimentos. Tiene sed, pero no puede beber líquidos. Tiene mucho dolor y, a veces, a pesar de que los tubos artificiales de alimentación e hidratación restringen sus movimientos, inclina el torso hacia delante, en busca de algo de alivio.
Le toco ligeramente la pierna, cubierta por la sábana. Querría que no sufriera, pero me siento impotente. Con su consentimiento, le absuelvo de sus pecados, lo bendigo y lo encomiendo al Señor, pidiéndole que alivie su dolor.
Apenas capto el significado de una palabra que pronuncia con fatiga: «más».
Un poco más allá, en otra habitación, hay una paciente postrada en cama con un orificio en la tráquea del que sobresale un enorme tubo taponado. Me mira con ojos expresivos e insinúa, con los labios ligeramente entreabiertos, una leve sonrisa. Me coge la mano. Me dicen que es una mujer muy devota. Antes de caer enferma, formaba parte de un grupo de oración. Rezo con ella un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. Apenas capto el significado de una palabra que pronuncia con fatiga. Más que oírla, la leo en sus labios entrecerrados: «más». Comprendo que quiere rezar de nuevo. Recito otras oraciones. «Más». Sigo hasta agotar todas las oraciones que conozco. «Más». Le doy la mano y busco en mi móvil las páginas de una web de liturgia, buscando fórmulas que den voz a su grito sofocado. Busco gotas de esperanza, intentando aliviar su sed. Repito todas las Letanías, las oraciones a San José y la Corona de la Divina Misericordia. Pido por ella y con ella, prestándole mi pobre voz. Después le absuelvo y le bendigo. De nuevo me siento impotente. También querría que ella se curase y pudiera recuperar rápidamente la serenidad y la salud. Pero tal vez no sea posible. Me adentro, pensativo, en el misterio del mal, del que la enfermedad es una faceta dramática. Después, miro hacia arriba. En la pared blanca de la habitación, pequeña pero visible, hay una cruz.