Nos despedimos con la mano de un niño con el que nos hemos entretenido y abrimos la puerta corredera de su habitación, y la cerramos al salir con cuidado. Nos encontramos en el reparto de Pediatría general del hospital Bambin Gesù de Roma, donde todos los sábados vamos dos seminaristas (Gianpaolo y yo) a visitar a niños enfermos.
Miramos la hora, tenemos tiempo para pasar a otra habitación. Como siempre, llamamos a la puerta, nos asomamos y decimos que somos seminaristas. Y, como siempre, nos miran extrañados, nadie espera esta visita. Vemos dos camas y dos butacas ocupadas. Como son menores, es necesario que al menos uno de los padres esté con ellos, también por la noche. Levantan la cabeza y nos examinan, alguno tuerce la boca, pero los adultos nos dan vía libre. Nos colocamos delante de la cama de Michela, una chica de 15 años con problemas de alimentación e intentamos entablar una conversación con ella.
Nos interesa saber quién es, de dónde viene y qué estudia. Responde con monosílabos, tiene los ojos puestos en el móvil y con una mano se cubre su boca. El desafío es difícil, pero no nos rendimos. Al cabo de unos minutos, conseguimos arrancarle una breve sonrisa y las manos, que antes no paraban de tocarse los labios, se relajan.
«¿Cómo podemos querer a esta chica?»
Se acaba el tiempo. Nos despedimos de Michela, su madre y los pacientes de la otra cama. Antes de llegar al coche, hablamos un poco. Nos surge de manera espontánea una pregunta: «¿Cómo podemos querer a esta chica?». No podemos resolver su problema y la compañía que podemos ofrecerle es muy limitada. Aparentemente, Michela solo es una persona que pasa por nuestra vida durante unos minutos y a la que probablemente no volveremos a ver.
Al cabo de una semana volvemos al hospital. Vamos con miedo; quizá Michela prefiere quedarse sola con su madre, sin dos desconocidos que se entrometan en su intimidad. Encontramos la puerta de su habitación abierta, pero seguimos fuera y echamos una ojeada para ver qué hacemos. Entonces, sucede un pequeño milagro.
Una cabeza rubia se asoma y aparece en nuestro campo de visión, quizá atraída por las risas que nos intercambiamos con los enfermeros. Nos mira unos segundos y al final sonríe.
Muchas veces, cuando entro en la habitación de un hospital, estoy preocupado por tener que comunicar algo que estoy viviendo en el seminario, o hablar de la relación con Jesús que me ha cambiado la vida. En ese instante, he entendido que yo soy el que es acogido, es Él quien me tiende su mano a través de estas personas que, a pesar de todo, me invitan a pasar un rato con ellas.
Nosotros, con esa sonrisa, hemos sido acogidos. Somos acogidos por las ganas que tienen Michela y su madre de hablar y reír. Y ahí, en una habitación del hospital, entre máquinas y pitidos intermitentes, estamos en Su casa.