Un sí vivido juntos

Las Misioneras de San Carlos cumplen veinte años de historia. En este tiempo han nacido cuatro casas de misión en Italia, Francia, Kenia y Estados Unidos.

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Misioneras de San Carlos durante una excursión en la montaña.

Hace veinte años, a las afueras de Roma, una joven de veinticuatro años, Rachele Paiusco daba vida a las Misioneras de San Carlos Borromeo, hoy presentes en tres continentes diferentes. Desde aquel primer «sí», hoy son casi cuarenta hermanas las que pertenecen al instituto femenino. Un «sí» que está generando frutos imprevistos a través de la fascinación que provoca la felicidad que viven estas jóvenes mujeres en su vocación. La casa es el lugar principal de la vida comunitaria, donde, entre silencio, oración y tareas de todo tipo, su amistad se abre a distintas formas de acogida, transformándose en un lugar familiar para muchos y un enclave luminoso en el lugar donde se encuentran.

Nairobi

Kenia fue el primer destino extranjero de las misioneras. La casa fue inaugurada en el 2012, en un contexto marcadamente tribal. Nada más aterrizar, uno queda impresionado por lo diferente que es África respecto a todo lo que ha vivido hasta entonces. Se ve especialmente en la pobreza de las calles de tierra y en las chabolas de chapa. Al mismo tiempo, se percibe inmediatamente una apertura humana diferente. Te recibe una marea de niños entusiastas y sonrientes, hijos de todos y de nadie, que gritan: ¡Wazungu! («¡los blancos!»). Acogen a los recién llegados entre abrazos y apretones de manos, como si volvieran a ver a viejos amigos. Hay niños por todas partes. La tasa de fertilidad es tres veces superior a la de Italia y no tienen tablets o smartphones que les retengan en casa.

En la parroquia de St. Joseph en Kahawa Sukari, con sus 50.000 habitantes, la actividad de las hermanas, ordenada en función de la regla de silencio y oración que siguen, es incesante, entre las horas dedicadas a la educación en los colegios y la compañía que ofrecen en el hospital donde colabora la Fraternidad.

Desde aquel primer «sí», hoy son casi cuarenta hermanas las que pertenecen al instituto femenino.

Una de las iniciativas que han nacido con ellas supone una absoluta novedad en el mundo keniata: el Ujiachilie («déjate hacer»). Es una propuesta que reúne a más de cincuenta madres con hijos discapacitados y les ofrece un recorrido que combina la fisioterapia gratuita en el St. Joseph Hospital y momentos comunitarios todos los martes para verse, cantar, bailar y comer juntos. Las Misioneras acompañan a estas mujeres −la mayoría muy pobres, muchas protestantes−, y les proponen un rato de música y catequesis mientras jóvenes voluntarios cuidan a los hijos durante unas horas. Entre ellos se encuentran Max, un niño sordomudo que desconoce el lenguaje de signos, Kalvin, que tiene un derrame cerebral, Faith, una niña de cuatro años que está empezando a caminar y a hablar después de haber pasado la tuberculosis, y Kamao, que tiene síndrome de Down, que es un show en sí mismo gracias a sus habilidades sociales y coreográficas.

El momento de Ujiachilie es un verdadero milagro, pues los hijos discapacitados son una vergüenza para la familia y la tribu, que a menudo este hecho provoca que el marido se separe de la mujer o se distancie del hogar. En este lugar, por el contrario, las mujeres encuentran unos brazos abiertos, hasta el punto de que muchas de ellas caminan una hora y media con los hijos a sus espaldas (alguno de ocho años con convulsiones) por las calles destruidas de las afueras de la ciudad. Se hace realidad el «compartir las necesidades para compartir el sentido de la vida», que, sin tener instrucción ni historia, estas madres intuyen al ver cómo se les trata a ellas y a los que eran hijos de la vergüenza.

Denver

En las inmediaciones de las Montañas Rocosas, en la rica Broomfield, cerca de Denver, surge la misión americana, donde las hermanas se unieron a los sacerdotes de la Fraternidad. Irónicamente denominada «Truman Show», Broomfield parece la ciudad perfecta: calles limpias, ni una brizna de hierba fuera de lugar en las espléndidas villas americanas, donde cada vecino siempre está dispuesto a una sonrisa acompañada de un «¡Buenos días!» aún más agradable. Sin embargo, detrás de esta imagen impecable, se esconde a menudo una soledad devastadora.

Es la historia de Fred, al que las misioneras conocieron en sus visitas al hospital. Era enfermo terminal y quiso tomar la irrevocable decisión de poner fin a su vida a través de la eutanasia (en Colorado es legal y ampliamente aceptada, incluso promovida). Sin insistencia, simplemente dedicándole tiempo y acompañándole en su dolor, tras meses de lucha, Fred fue posponiendo la decisión final hasta verse conmovido por la evidencia de un amor gratuito: «Yo no me merezco estos cuidados». Una historia parecida al pobre que fue acogido por Madre Teresa en el momento de su muerte y que se vio muriendo «como un príncipe». La misma Madre Teresa recordaba que «la soledad y la sensación de no sentirse amados es la forma más terrible de pobreza».

Por esta razón la casa de Denver es un lugar precioso ante los desafíos americanos, donde la intuición de un bien mayor lleva a familias a dejar sus propios Estados y trasladarse a miles de kilómetros para vivir en esta «nueva» comunidad, donde es posible inscribir a los hijos en el colegio donde colaboran las Misioneras y compartir con ellas y los sacerdotes de la Fraternidad la vida de la parroquia.

Grenoble

En las faldas de los Alpes franceses nace la casa más reciente de estos veinte años. De la Francia «hija predilecta de la Iglesia» apenas quedan los campanarios como testimonio de una historia alejada en el tiempo.

Las Misioneras, acogidas con gran apertura y disponibilidad por parte del obispo Guy de Kerimel, se ocupan en primer lugar de acompañar a las personas y dar clase en el Liceo ITEC Duchesne, cercano a su casa. Formalmente es un instituto católico, pero la mayoría de los alumnos no son creyentes y muchos de ellos ni siquiera están bautizados. Precisamente, con estos chicos, con universitarios y jóvenes adultos se está realizando lo que decía Péguy: «la gracia de Dios es testaruda: si encuentra cerrada una puerta, entra por la ventana». Dios encuentra muchos caminos cuando los hombres lo rechazan y en Francia hay muchos que vuelven a la fe y piden el bautismo, ahí donde aparentemente estaban cerradas todas las puertas del corazón. En un ambiente tan laico, solo el hecho de llevar el hábito es ocasión de «volver a abrir el escenario del mundo a Dios», como dijo una vez don Massimo Camisasca. La curiosidad con la que la gente se fija en las Misioneras muchas veces se convierte en fuente de nuevas relaciones.

La acogida se ha convertido en la constante maternal de estos años misioneros.

La casa también está abierta a niños, jóvenes y amigos. Organizados por grupos, van chez les soeurs, «a casa de las hermanas», para que todos sepan que la casa de las monjas es también su casa. Así es la Iglesia, que a través de ellas está conociendo a personas de todo tipo y procedencia (creyentes, ateos, católicos tradicionalistas, agnósticos…), que se ponen juntos a caminar.

Magliana

En lo que fue la primera casa de las Misioneras, hasta su traslado en 2017 a la Via Aurelia Antica, se encuentra ahora la misión en Magliana Vecchia, un barrio complejo, más conocido por las crónicas de los años 70 que por su vitalidad actual. La vida cotidiana se desarrolla entre talleres creativos, visitas a los enfermos y ancianos del barrio, y, después de la misa dominical, el esperado desayuno comunitario en los salones parroquiales de Madonna del Rosario. La devoción mariana está muy presente en el culto popular, que últimamente ha restablecido antiguas tradiciones olvidadas, como la Virgen Peregrina en las casas del barrio y la procesión por sus calles.

«Llama a la puerta y mi madre te abrirá…En el jardín está Dios, te espera y quiere hablar contigo, puedes sentarte cerca y escuchar», dice una canción de Chieffo, que describe mejor que nadie lo que hoy es esta casa.

De hecho, desde el año 2021, Magliana se ha convertido en un lugar de acogida para mujeres jóvenes, que por motivos muy distintas y con historias muy diferentes, pasan unos meses viviendo con las misioneras haciendo un camino personal. Se les propone permanecer con ellas un mínimo de tres meses y un máximo de dos años, para poder tener el tiempo suficiente y hacer un trabajo sobre sí mismas, proporcionándoles herramientas para el camino que les espera en los años siguientes. La acogida se ha convertido en la constante maternal de estos años misioneros, la forma en que se muestra a jóvenes y adultos, familias o amigos, en todos los rincones del mundo, la belleza y la felicidad de un «sí» constantemente renovado y vivido juntos.

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