Desde septiembre, cada sábado voy con Luca y Garrett a visitar a ancianos y enfermos que viven en una residencia en el barrio romano de la Magliana. Dos de ellos son Raphael y Vittorio, compañeros de habitación y a simple vista, bastante diferentes entre ellos. Vittorio es romano y ha trabajado toda la vida cerca de la basílica de San Pablo Extramuros. No vivía en la zona, pero una de sus pasiones era recorrer a pie la Ciudad Eterna. Cuántas veces nos ha contado las caminatas que hacía atravesando toda la Colombo, una de las calles más largas de la ciudad. Desde que se quedó en silla de ruedas, se ha convencido a sí mismo de ser ateo y rechaza −a veces llegando al insulto− cualquier relación con curas o monjas, la oración o los sacramentos. En cambio, Raphael es católico de los pies a la cabeza, llegó del otro lado del Atlántico cuando era niño y fue acogido por las monjas de Madre Teresa hasta que acabó en la residencia donde vive hoy.
La alegría era tan grande que también vencía la pereza
Durante las primeras semanas de nuestras visitas parecía que apenas tenían relación entre ellos. Poco a poco, Vittorio empezó a participar en las conversaciones que teníamos con su compañero de habitación. Al cabo de un año de visitas, queriendo secundar su deseo de pasear por Roma como hacía en los viejos tiempos, dedicamos una mañana a dar un paseo por las calles del centro. Alquilamos una furgoneta habilitada para discapacitados y llegamos a Plaza de España. Pasamos por varias fuentes y por el monumento dedicado a la Inmaculada hasta llegar a la Fontana de Trevi. Entre las indicaciones de Vittorio y de gente que pasaba por la calle, seguimos hasta Plaza Navona. Sin darnos por vencidos, paramos brevemente a tomar un helado y fuimos a ver el Panteón y San Luis de los Franceses, la iglesia donde se encuentra el tríptico de San Mateo de Caravaggio. Ante esta obra de arte, Raphael agradecía «poder ver en persona los lugares que solo había visto en las revistas». Y Vittorio murmuraba: «Me he pateado toda Roma, pero nunca había visitado iglesias tan bonitas por dentro». Era mediodía y, queriendo agradecer la mañana que habíamos pasado juntos, les propusimos hacer una breve oración delante del icono bizantino de la Virgen con el Niño. Para nuestra sorpresa, Vittorio respondió: «va bene». Hizo el signo de la cruz antes y después del Ave María. Para culminar por todo lo alto la mañana, fuimos a un buen restaurante donde pudimos saborear la cocina romana, que les encanta. Al volver a casa la alegría era tan grande que vencía su pereza de tener que ir a hacer fisioterapia. Una vez más, he reconocido la verdad de la cita del gran Dostoievski: «La belleza salvará al mundo».