La noche del 25 de octubre, Pilar me llamó por teléfono y me dijo que su hijo Miguel había muerto. Tenía 13 años. Venía al grupo de niños que acogemos todos los sábados en nuestra parroquia de Bogotá, donde jugamos, hacemos teatro y celebramos la misa. Es el grupo que se prepara para la Primera Comunión.
Un mes antes Miguel tuvo un accidente mientras iba en bicicleta. Parecía que se había recuperado. Tras el accidente, después de acompañar a casa a Esteban, su hermano pequeño, que también va al grupo de los sábados, iba a su casa para saludar a Miguel. Vivían con su madre y sus hermanas adolescentes en una pequeña choza en el barrio de la parroquia. Durante una de esas visitas, les había dicho a los dos niños que podrían recibir juntos la Primera Comunión. Estaban entusiasmados.
Faltaban menos de dos semanas cuando Miguel empeoró de repente. Murió en el trayecto yendo al hospital. Don Giovanni y yo nos fuimos turnando para ir a ver a la familia, para no dejarles solos en ese terrible momento. La madre no tenía trabajo y tampoco podía pagar los gastos del funeral. Nos ofrecimos a ayudarla e hicimos una recogida de fondos entre parroquianos y amigos, con la certeza de que somos un solo cuerpo. Los adultos que compartimos la guía del grupo acompañamos a la familia, viviendo en primera persona la esperanza de que se encontraba en manos de un Dios bueno, que guía los acontecimientos de la historia, aunque a veces nos duelan y no podamos entenderlos.
Todo estaba organizado: Miguel tendría que haber recibido la comunión dos semanas más tarde. En cambio, Dios permitió que hubiera un camino diferente para encontrarse antes con él, no escondido bajo la forma del pan y del vino, sino cara a cara, como un Padre que desde hace tiempo espera a su hijo. Muchas preguntas y un solo descubrimiento: Dios tiene una relación única e irrepetible con cada uno de los niños que me da, pidiéndome que cuide precisamente de la relación personal que Él tiene con cada uno de ellos.
En la iniciativa de Dios con estos niños siempre hay mucho más de lo que yo puedo entender
El 8 de diciembre diez niños recibieron la Primera Comunión. Entre ellos también se encontraba Esteban. Quedaban cinco minutos para que empezara y aún no había llegado. Llamé a la madre y me dijo que Esteban ya no quería recibir la Comunión. Se sentía fuera de lugar, todos iban con su traje y él llevaba vaqueros y una camisa abierta encima de una camiseta blanca. Corrí a por él mientras volvía a casa con su madre. Intenté hacerle entender que eso no era lo más importante, pero en mi interior pensaba que me había equivocado por no haber pensado antes en ello. Su reacción era más que comprensible. Esperé, insistí y seguí esperando, pero él seguía encerrado en sí mismo. No me rendí, pensé en su hermano Miguel. Y al final él cedió. Se sentó con los demás niños y poco a poco se fue relajando. Recibió su Primera Comunión. Estaba contentísimo al final de la misa. Lo celebramos todos juntos en el salón, comiendo tarta y cantando. Al acabar, le vi sentado solo. Le pregunté dónde estaba su madre y antes de que le diera tiempo a responder, se presentó el padre de otra niña que también había recibido la Primera Comunión. Me dijo que, de acuerdo con la madre de Esteban, les había invitado a ir a su casa a celebrarlo juntos. Espectacular. Me incliné para confirmar si a Esteban le parecía bien y él con una gran sonrisa mostró que quería ir. Por la noche le volví a ver, mientras volvía a casa después de su día especial. Estaba jugando con sus hermanas y otros dos niños en la casa donde le habían invitado. Estaba tan contento, que me saludó con prisas para no perder el tiempo y seguir jugando. Di gracias a Dios por este pequeño milagro.
En la iniciativa de Dios con estos niños siempre hay mucho más de lo que yo puedo entender. A veces, la absoluta desproporción entre yo y lo que Él hace suceder me cierra la boca. Es un silencio que Le agradezco, porque no deja de demostrar que su amor de padre por los niños llega hasta la parroquia. Solo me encomienda una tarea: dejarle a Él el espacio, para que, a través de mis gestos, mis palabras y, tal vez mis preguntas, Él pueda ejercer su paternidad.