Icono vivo de Jesús

¿Por qué la Fraternidad San Carlos se llama así? Un paralelismo entre don Giussani y el gran santo de la Reforma católica.

San carlo borromeo orazio borgianni crop

Cuando hablo de la Fraternidad San Carlos, a menudo me preguntan: «¿Por qué la llamaste así?». Aclaro inmediatamente algo: el carisma del que proviene es el de don Luigi Giussani, el don del movimiento eclesial de Comunión y Liberación, pero en 1985 no podría haberla llamado Fraternidad don Giussani. Él habría sido el primero en oponerse. ¿Por qué entonces San Carlos? A simple vista, entre los dos hay una distancia que parece insalvable. ¿Qué tienen en común el santo de Arona y el sacerdote de Brianza? San Carlos es el santo legislador, que devolvió importancia a las normas, las reglas y el ascetismo; don Giussani es el cantor de la vida moral como tensión hacia el Ideal y el Infinito. Podríamos detenernos a comparar las numerosas diferencias de época, temperamento y sensibilidad, pero así, al final, no haríamos justicia ni a uno ni a otro. En cambio, hay aspectos que unen a estos dos grandes hombres.

Pasé los primeros años de mi vida en el lago Maggiore, en Leggiuno, tierra de los Borromeo. Mis padres se habían trasladado allí a causa de la guerra y fue allí donde empecé a conocer a san Carlos. Los pueblos del lago aún conservan las huellas de su paso. A los 12 o 13 años, incluso soñé con el santo, que me decía: «Serás ordenado sacerdote en mi día». En aquel momento no pensaba en absoluto en ser sacerdote, pero cuando mi obispo me llamó para decirme que, a diferencia de mis compañeros, yo sería ordenado el 4 de noviembre, recordé de repente aquel sueño. Sin pensar en ninguna visión o aparición en particular, le di el significado de una afectuosa protección por su parte. Cuando, diez años después, tuve que decidir qué nombre dar a nuestra Fraternidad, pensé en él. Por otra parte, la idea implícita era contribuir a una reforma de la Iglesia, por lo que quise referirme a ese santo que, tras el Concilio de Trento, había llevado a cabo la mayor reforma que se realizó en la Iglesia de la edad moderna. Al igual que san Carlos Borromeo, don Giussani fue un gran reformador, que ayudó a la Iglesia a pasar de una época a otra.

Era fuerte porque amaba. Amaba a Cristo y a los hombres.

Ser verdaderos reformadores significa redescubrir el poder del origen. San Carlos tuvo que atravesar las formas de su propia familia y de la pontificia para ir directamente al hombre y a Cristo, las dos grandes pasiones de su existencia.

El entonces cardenal Ratzinger, en una entrevista con Vittorio Messori, afirma: «Cuanto más se analiza la actitud de Borromeo en su mundo, más se descubre que él, aunque parezca fiel a él, ataca precisamente la forma. Y no solo la de la etiqueta española, sino la forma entendida como máscara del todo, como camuflaje de la realidad. Cuando él ataca, todos saben que está desenmascarando una sustancia sobre la que se calla, ya sea por comodidad o por miedo». Al igual que el fundador de Comunión y Liberación, san Carlos prestaba mucha atención a la forma, pero era un gran opositor del formalismo.

Don Giussani también superó las formas ya caducas de una aceptación formal y moralista de la tradición cristiana para limpiar los caminos del hombre hacia su plenitud. El centro de su pasión fue la pregunta constante sobre cómo acercar al hombre a Cristo. De hecho, son dos enamorados, llevados por su loco amor a superar todos los esquemas y conveniencias, para revelar al hombre la belleza de la humanidad de Cristo. Esto explica la oposición que tanto san Carlos como don Giussani encontraron en vida.

Lo que más me impresiona de san Carlos es la fuerza que le daba la fe, aunque su constitución física se viera afectada por el esfuerzo y los ayunos. Era fuerte porque amaba. Amaba a Cristo y a los hombres, vivía concretamente en total relación con ellos. Sentía la responsabilidad ante el tiempo que Dios le había concedido, que se expresaba ante todo como necesidad de silencio, de oración y estudio. Las horas que pasaba ante el Crucifijo y la Eucaristía eran para él una necesidad. En ese silencio llevaba a Jesús el inmenso peso de los rostros sufrientes, de las enfermedades y la pobreza de aquel siglo, de las luchas con los líderes políticos, de las resistencias y los abandonos de comunidades enteras. Junto con todo esto, las súplicas, las nuevas iniciativas, el nuevo impulso creativo de una Iglesia que, tras la tragedia de la división, buscaba nuevas formas de vivir y expresarse. Sin Carlos Borromeo, la Iglesia no habría tenido el misal, el breviario, el catecismo, los seminarios, las escuelas de doctrina cristiana, pero sobre todo no habría tenido lo que más necesita: un icono vivo de Jesús, como hombre lleno de piedad por los hombres.

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