A un anno dalla scomparsa di Padre Aldo e rispondendo al suo desiderio di restare «per Al cumplirse un año del fallecimiento del Padre Aldo y respondiendo a su anhelo de permanecer “para siempre con los pobres”, tras la aprobación de nuestro Obispo y del Consejo Comunal, este 12 de diciembre, en la festividad de la Virgen de Guadalupe, hemos hecho realidad este deseo.
La figura del Padre Aldo y su entrega total a los más necesitados de Paraguay es bien conocida por todos. Quienes estuvimos más cerca de él y pudimos conocer la radicalidad de su vida, sentimos que esta sencilla presencia póstuma en los jardines de su obra más querida, la clínica para enfermos terminales Don Luiggi Giussani, hace resonar las palabras de Jesucristo: «Yo me iré, pero a los pobres los tendréis siempre con vosotros» (Mt 26, 11).
He reflexionado estos días sobre lo escasas que son las experiencias que no nos permiten relativizar el Evangelio y que, por su concreción, se hacen vida. La preferencia de Jesús por los pobres exige a hombres y mujeres dispuestos a responder “sí” a ese llamado.
Se dejó amar por Él y, viviendo de ese modo, permitió que Cristo entrase en el mundo
El amor, la paciencia, la ternura y la misericordia de Cristo, cuando se encarnan, se convierten en un verdadero espectáculo de conversión. Cuando el Señor nos concede mirar, respirar, pensar y actuar como Él, esa forma de vivir es la proyección de su presencia en el mundo. Junto a la Eucaristía, el testimonio de que es posible vivir así es lo que más contribuye a que experimentemos auténticamente el cristianismo.
Así, la preferencia de Jesús por los pobres se concreta en el “sí” de algunos. El “sí” del Padre Aldo a esa preferencia nos impulsa a asumir las coordenadas de Cristo en nuestra propia vida. Sin duda, Cristo es el verdadero protagonista de esta historia, porque, como afirmaba Giussani, «Cristo es el mendigo del hombre», y este fue el principal mendigo que abrazó el Padre Aldo. Se dejó amar por Él y, viviendo de ese modo, permitió que Cristo entrase en el mundo. Fruto de ese abrazo, nos queda ahora la mayor de las responsabilidades: no solo sostener una obra, sino mantenernos vivos y dejar que por nuestras venas circule el mismo torrente vital que llevó al Padre Aldo a amar a los pobres: Cristo mismo.