Empezamos así una conversación: «¿Por qué no queréis vivir en un mundo ficticio?». Como todos los sábados, Giovanni, Ruben y yo nos reunimos con un grupo de chicos, que tienen entre trece y diecisiete años. Nunca sabemos de antemano cuántos seremos, algunas veces vienen tres o cuatro; otras, llegamos a ser quince. La mayoría son jóvenes del barrio. Algunos viven en la zonas más pobres, en las favelas del centro del barrio universitario de Bogotá, el lugar en el que la diócesis confió una parroquia a la Fraternidad en el 2016. Otros son alumnos de Giovanni, que hacen una hora de viaje en transporte público atravesando la ciudad para venir. Hoy eran seis. Les hemos propuesto ver El show de Truman. «¿Por qué no queréis vivir en un mundo ficticio?», les pregunto. No dudan al responder: «porque no». No atrae vivir una vida que no es real. Decidimos ir hasta el fondo: «¿Por qué Truman decide emprender un viaje que lo llevará al confín del mundo que ha sido construido para él?». Las interpretaciones son varias: desde el encuentro con el padre desaparecido durante una tormenta en el mar, hasta el deseo de ser explorador. Sin embargo, al final todas las hipótesis convergen en una: lo que hace que Truman se mueva es su encuentro con Lauren, la chica de la que se enamoró en los años de la universidad y que le desvela la mentira del mundo en el que vive. Decide afrontar el viaje por la semilla plantada en su juventud, casi olvidada y que ha ido madurando con los años. Decidimos vivir en la verdad cuando nos encontramos con alguien que nos quiere, que nos dice la verdad sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea.
La comunión, nuestro estar juntos, tiene una fuerza inagotable
También esta es nuestra tarea con los chicos. Todo lo que les proponemos, desde los juegos a las conversaciones, no es más que el intento de mostrarles la belleza de la verdad, de una amistad verdadera, un modo más verdadero de estar juntos, de usar el tiempo, de mirar el colegio y el estudio. Los diálogos siempre cuestan, es difícil mirarse y contarse la verdad, no esconderse detrás de risitas, no perderse en ese modo de tratarse que han aprendido en la calle, que consiste en provocarse y discutir entre ellos. En estos meses ha habido muchos momentos bonitos. Algunos de ellos se han abierto personalmente con nosotros y han compartido su dolor, como el del suicidio de un hermano o el miedo al futuro. No son preguntas que tengan una respuesta fácil. Nosotros solo queremos vivirlas con ellos, sin escapar de las espinas de la vida que nos hieren. También vivimos con ellos muchos momentos difíciles: invitaciones que les hacemos de las que pasan, explosiones de violencia, verbales o físicas. Algunas veces nos hemos quedado el sábado por la tarde esperándoles en vano. Pero en todos estos meses nunca nos hemos visto rindiéndonos, tirando la toalla. ¿Por qué? La comunión, nuestro estar juntos, tiene una fuerza inagotable. Compartimos entre nosotros lo que les queremos proponer y tenemos el deseo de que participen de lo que nosotros mismos vivimos. Gracias a estar juntos, lo intentamos una y otra vez, recobramos la paciencia, volvemos a despertar la creatividad necesaria para afrontar las dificultades. En definitiva, hacemos de todo para que emerja una brizna de verdad en ellos, aunque luego vuelvan a sumergirse en la falsedad de la que están llenas sus vidas. La falsedad del orgullo, el intento de fingir que no necesitamos nada, la ilusión de creerse grandes, fuertes. Realmente la comunión es el secreto de la perseverancia. Como Truman, nosotros no nos rendimos en nuestra lucha por vivir y proponer la verdad, porque hay alguien que nos quiere. Alguien nos espera fuera, nos acompaña en mitad de la tempestad, como esa imagen hecha de trozos de periódico que miramos continuamente para seguir navegando.