El 4 de julio del 2017 empezó como un día normal. Por la mañana hice un examen y tenía pinta que sería la típica tarde de un chico que acaba la universidad, la carrera de Derecho. Sin embargo, ese día sucedieron una serie de circunstancias en las que me di cuenta de que mi felicidad no dependía del éxito de mis grandes o pequeños proyectos, sino que se trataba de un don que solo se puede recibir. Al mismo tiempo, percibí por primera vez en mi vida que Dios me llamaba a dárselo todo. Pero tenía un problema: yo ya tenía planes para hacer carrera y formar una familia.
Comenzó una lucha. Había pasado previamente por la Academia militar de Módena, y no estaba dispuesto a ceder un centímetro en el campo de batalla. En cambio, por el terreno fértil de la educación recibida por mis padres y por la compañía constante de los amigos, apareció el primer brote. Propuse una tregua a Dios y le dije: «Señor, sabes que querría hacer otra cosa. Pero he entendido que solo Tú puedes darme la felicidad, hágase tu voluntad, ¡no la mía! Yo tengo otros proyectos, pero si de verdad quieres tomar toda mi vida, podría llegar a dejarlos. ¡Pero haz que yo lo entienda!». En ese momento, confié todo esto a un amigo que, para ayudarme a entender lo que me estaba pasando, me presentó a un sacerdote, Antonio Anastasio. Este, a su vez, después de haberme escuchado durante un rato largo, me sugirió un camino sencillo: «Sigue con tu vida de universitario. Cuida cada día momentos de oración, es decir, de relación y diálogo personal con Dios». Esta simple indicación cambió mi vida.
«Yo tengo otros proyectos, pero si de verdad quieres tomar toda mi vida, podría llegar a dejarlos. ¡Pero haz que yo lo entienda!»
El último año de universidad fue espectacular. Empecé a gozar más de todo, muchas amistades volvieron a florecer y nacieron otras. Comencé a experimentar el ciento por uno. Precisamente, a partir de esta experiencia de plenitud, decidí dejarlo todo, amigos y proyectos, para ser admitido en el seminario de la Fraternidad San Carlos. Una realidad de sacerdotes misioneros que había conocido tiempo atrás. Desde el principio había pensado de ellos: «Son las personas más felices que conozco, de mayor quiero ser como ellos».
La certeza definitiva de que Dios realmente me llamaba a ser sacerdote misionero vino más tarde, cuando, en mitad del seminario me mandaron un año a Colombia de misión. En esta tierra lejana me pidieron dar clase de religión a niños de primero, segundo y tercero de primaria. Nada que ver con mi proyecto de ser oficial y formar una familia. ¡Pero era feliz!
Estas son las razones por las que espero con ganas el 21 de junio de 2025, el día en que definitivamente podré decir que sí a la propuesta que Cristo me hace de ser Suyo ordenándome sacerdote.
Si pienso en mi vida, no puedo no reconocer la manifestación de una gran preferencia y del inmenso amor de Dios por mí. Todo esto culminará con el paso vocacional definitivo que está a punto de realizarse, a través de la ordenación sacerdotal. En el fondo, no se trata más que de aquel «¿me amas tú?», la pregunta que Cristo dirigió a Pedro y que hoy me la repite a mí. Yo también, sostenido por tantos amigos y por la intercesión de todos los santos, deseo responder con atrevimiento y feliz: «Señor, tú lo sabes todo, ¡tú sabes que te quiero!».