Hace diez años, en nuestra parroquia de la Anunciación (Serviten, Viena) me confiaron el camino de preparación a la confirmación para jóvenes. El número de confirmandos suele ser elevado gracias a la presencia de tres colegios cercanos a la parroquia. En dos de ellos Giovanni Micco y yo damos clases de religión. Normalmente, los chicos vuelven a la parroquia siete años después de haber hecho la primera comunión, con trece y catorce años. Entre medias la mayoría de ellos hacen religión en el colegio, el lugar, desde hace décadas, al que se ha relegado la formación espiritual de niños y jóvenes católicos austriacos. Por tanto, para muchos de ellos la confirmación supone volver a tener contacto con la vida cristiana.
Hace dos años, los chicos que se confirmaban eran unos cuarenta y, a la mayoría, más que la fe, les interesaba pasar el rato entre risas y bromas. Pasamos un fin de semana juntos en un monasterio a orillas del Danubio cerca de Viena. Hablamos sobre el sentido de la vida y de Dios. En general, siempre intentamos que piensen, que en ellos emerjan las preguntas que llevan dentro. En una de las actividades propuestas tenían que escribir en un folio qué les gustaría pedir a Dios. Entonces, muchos de ellos nos confiaron sus deseos más importantes. Uno de ellos escribió: «a Dios no le pido nada, porque en mi opinión Dios no existe». Una catequista, interpelada por esta frase, me la leyó. Este chico −llamémoslo Thomas− en el colegio iba a ética, no a religión. Junto a otros educadores nos preguntamos qué se estaba haciendo en el grupo de preparación a la cuaresma.
Unas semanas más tarde, me crucé con él en el pasillo del colegio y tuvimos un breve diálogo. Le dije: «Thomas, no pretendo que ya tengas claras tus ideas sobre Dios y la fe. Puedes venir igualmente a catequesis. Lo importante es que te tomes realmente en serio la propuesta que hacemos y que estés abierto a la posibilidad de que Dios pueda existir y que la fe pueda ser para ti también».
El cómo y el cuándo no están en nuestras manos, pero he entendido que siempre existe la posibilidad
Fueron pasando los meses y Thomas venía siempre. La relación con el grupo, tan grande y variado, no siempre era fácil. Respecto a algunos de ellos, muchas veces nos preguntábamos por qué venían. En cambio, a otros sí les interesaba venir. Del recorrido que hicimos recuerdo especialmente los testimonios que hubo de universitarios a los que invitamos a contar la relación que vivían entre lo que hacían y la fe. Al final del año todos hicieron la confirmación, administrada por el abad del monasterio benedictino cercano a nuestra parroquia.
Pasó el verano y empezó el curso siguiente. Un domingo, me paró Giovanni después de la misa de diez −que suele celebrar él−, y me dijo: «Matteo, desde hace unas semanas veo siempre a un chico que se sienta en la segunda fila. ¿Sabes quién es?». Hice un repaso mental y pensé en los chicos que habían pasado por la parroquia durante los últimos años que podrían ir a misa, pero la descripción no cuadraba. Unas semanas más tarde, concelebré en la misa de diez con Giovanni. Entonces, lo vi ahí, en la segunda fila. Asombrado, reconocí a Thomas, el chico que ni siquiera creía en Dios. Ahora va a misa solo todos los domingos y suele ir a las iniciativas de GS, el grupo de jóvenes del movimiento de Comunión y Liberación que ha surgido hace poco en Viena. No sabemos lo que puede haber en el corazón de estos chicos. Podemos ofrecerles las ocasiones para acercarse a Dios y dejar que se encuentren con él. El cómo y el cuándo no están en nuestras manos. He entendido que les puede suceder a todos, que siempre existe la posibilidad.