Me hice amiga de san Pablo hace unos años. La lectura de sus epístolas me acompaña en el silencio y la oración cotidiana. Algunos pasajes son más claros, otros más oscuros, pero hay algunos que son un reclamo a la belleza de la vida en Cristo y a la profundidad que puede llegar a alcanzar la comunión fraternal y la caridad cuando se viven de un modo radical. Realmente, nunca me habría imaginado que profundizaría en mi lectura del llamado «Apóstol de los gentiles» gracias al encuentro con las madres del grupo del Ujiachilie de Nairobi.
Cada martes por la mañana, bajo el pórtico de la vieja iglesia de chapa en Kahawa Sukari, nos vemos tres misioneras, algún voluntario y unas veinticinco madres con niños discapacitados a pasar un rato juntos y hacernos compañía. Después de rezar el rosario, cantamos, comemos gachas y los niños van a jugar con sor Federica y sor Erika. Yo me quedo con las madres y hablamos un rato.
A pesar de la diferencia cultural y la barrera lingüística, las conversaciones entre nosotras cada semana son más intensas. Hablamos durante varios meses sobre los diez mandamientos, ahora estamos con las Bienaventuranzas. Tocamos de manera transversal algunos temas como la sumisión a los hombres y el valor de la mujer. Muchas veces, las madres citan Efesios 5,21-22 («sed sumisos los unos a los otros […] las mujeres a sus maridos»). Se preguntan cómo seguir la Escritura al pie de la letra cuando no puedes fiarte de los hombres.
Así, he visto a muchas mujeres liberarse de la rigidez y la desesperación
Siempre me impresionan sus preguntas. Cuando pienso en por qué me las hacen, siempre llego a alguna herida profunda. Muchas han sido abandonadas por sus maridos cuando descubren que su hijo es discapacitado, a otras les pegan, otras son constantemente traicionadas por sus maridos alcohólicos. En general, son pocos los que adquieren el compromiso de casarse de manera legítima con las madres de sus hijos.
Realmente, la pregunta por la sumisión es comprensible. Por eso, es bonito tomar en mano la Biblia y leer con ellas la tierna descripción de San Pedro, un hombre conquistado por Cristo: Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo (…). Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella (…) para presentársela (…) santa. Qué conmoción ver la mirada sincera, la concentración al escuchar las palabras de san Pablo, de estas mujeres que desearían encontrar un hombre que pueda amarles profunda y fielmente, con sus hijos. Juntas, también a través de las palabras de san Pablo, nos ponemos ante la figura de Jesús y su amor hasta la muerte. Nos ponemos a rezar por nuestra santidad y la de los hombres que están a nuestro lado.
Así, he visto a muchas mujeres liberarse de la rigidez y la desesperación. Algunas llegan a nuestro encuentro semanal con la Biblia y unos apuntes donde han escrito las preguntas que les surgen de la lectura de las Sagradas Escrituras. Otras han pedido ser bautizadas o entrar en la Iglesia católica. Una de ellas me confesó: «Sister, dejé la Biblia durante un tiempo, pero ahora quiero saber responder a las preguntas que nos haces. La leo todos los días y me gusta». Yo también, cuando vuelvo a casa, me sumerjo cada vez más a menudo en la lectura de la Biblia y de los Padres de la Iglesia para poder responder a las preguntas que me hacen. Experimento un poco del gozo que debió de vivir san Pablo entre la gente de Antioquía, Atenas, Corintio, Tesalónica…y lo siento más cercano. Estoy agradecida de poder acudir a sus palabras, tan verdaderas para mí y para las amigas del Ujiachilie.