Simone y yo nos encargamos del grupo de jóvenes de nuestras dos parroquias de
Taiwán. Después de las vacaciones que hicimos con ellos en agosto en la costa norte,
decidimos pasar un día juntos para empezar el curso. Organizamos una comida en la
parroquia de Taishan y unos juegos en el parque que está al lado de nuestra casa.
Entre los educadores nos surgió el deseo de preparar la comida en vez de encargarla,
y pedimos a los chicos que nos ayudaran. Simone y algunos chicos cocinaron una
carbonara; otros prepararon conmigo un tiramisú; otro grupo se encargó de poner la
mesa. Los días previos nos sorprendió el entusiasmo de los chavales. ¡Se apuntaron
veinticinco! Un pequeño milagro aquí en Taiwán. Contando a los adultos, fuimos más
de treinta.
El domingo por la mañana empezó a llover y las previsiones eran pésimas. Mientras
esperábamos a los chicos en la parroquia de San Pablo, recé el rosario y pedí para
que el día fuese bonito, para que la comunión entre nosotros fuese signo de la
presencia de Dios.
Los chicos llegaron sobre las once, nos dividimos en grupos y nos pusimos manos a la
obra a preparar la comida. Mientras unos cortaban panceta y otros se apiñaban para
colocar las galletas en la bandeja del tiramisú, la cocina de la parroquia y la de nuestra
casa se llenaron de sus gritos. Milagrosamente, a la una estaba todo listo. Servimos la
comida y empezamos a comer. Les pedimos dejar a un lado el móvil, porque les aísla
demasiado. Cuando se les propone estar en la realidad, es precioso ver cómo se
abren a los demás. Hablan entre ellos, bromean y ríen juntos, y se conocen.
Miraba todo con los ojos abiertos de par en par, asombrado, como si no se acabara de creer que hubiese tantos amigos juntos.
Hui Ting es una chica de quince años a la que sus amigos invitaron a estar con
nosotros hace un año. En Pascua recibirá el bautismo. Cada domingo llega a la
parroquia media hora antes, se sienta en primera fila, lee las lecturas, se queda
esperando a que empiece la misa y saluda a la gente que va entrando. No es una
chica introvertida, más bien lo contrario. Es una de las más vivaces del grupo. A la
comida vino con su hermana; quería enseñarle el lugar que le está cambiando la vida.
Mientras las miraba en la comida, me vinieron a la cabeza los pasajes del Evangelio
en los que Jesús se sienta con los suyos y la gente se agolpa para verle. Quién sabe
las veces que un invitado diría a su amigo: «¡Ven tú también! ¡Tienes que verlo!».
También estaban En Zhao y su hermano, que no perdonan una. Los conocimos
porque hace unos meses su abuelo, parroquiano de nuestra comunidad, nos invitó con
algunos de los chicos a conocerlos. Hablamos, cantamos y comimos juntos. En la
comida, En Zhao dijo que durante el verano se había sentido muy solo y que ese día
había sido uno de los más bonitos. Miraba todo con los ojos abiertos de par en par,
asombrado, como si no se acabara de creer que hubiese tantos amigos juntos.
Después de la comida, seguía lloviendo. Cogimos la guitarra y nos pusimos a cantar.
Así pasamos la tarde y cuando llegó el momento de despedirse, se percibía que algo
estaba surgiendo entre estos jóvenes, algo precioso y extraño en una tierra como la
que vivimos: una comunidad. Por la noche, Simone y yo estábamos cansados, pero
agradecidos por la belleza que habíamos visto, la belleza de Cristo que atrae el
corazón de estos chicos y rejuvenece el nuestro.