Desde hace un año voy dos mañanas a la semana al hospital Doctor Sotero del Río. Está en la ciudad de Puente Alto, en Santiago de Chile. Se trata de un hospital público que ofrece sus servicios a una zona de la ciudad de más de un millón de habitantes.
Estar en este inmenso hospital supone implicarse en un trasiego de actividades, encuentros, celebraciones e iniciativas, que nacen de nuestra presencia activa y disponible.
Comparto la misión todos los días, a todas horas, con Simone Gulmini, capellán del hospital desde hace años. Poder compartir la misión con él es una gran gracia y un testimonio para tantos médicos, enfermeros y pacientes que nos ven entrar y salir de las estancias del hospital. Lo que decimos implícitamente al ir juntos es que todos necesitamos una compañía vocacional para poder afrontar la vida, la enfermedad, los momentos de alegría y también la muerte. Esta compañía es posible, tan solo hay que abrirse a ella.
Las lágrimas que sanan nacen solo de la experiencia de un encuentro real y carnal con el Señor
Sin embargo, siempre se corre el riesgo de hacer este trabajo como si fuese una de las tantas tareas de la semana. En cambio, a veces sucede algo inesperado que vuelve a despertarme del sopor y hace que vuelva a agradecer al Señor la vocación que me ha dado.
En las últimas semanas he confesado a algunos enfermos terminales que han sido de nuevo trasladados a sus casas para ser tratados con cuidados paliativos. Me ha sorprendido la sinceridad y la petición de volver a la comunión con el Señor de estas personas y esto ha ensanchado mi corazón. Gente que llevaba a sus espaldas fardos insoportables y que en el último instante de su vida ha encontrado una mirada de misericordia. Personas que han seguido el mal, que han odiado durante mucho tiempo a quienes les habían hecho daño, al confesarse han recuperado la paz y la esperanza.
San Agustín decía que es necesario mirar «a quien que te hizo bello». Creo que las lágrimas, que sanan y reparan los rasguños que a veces nos hacemos, nacen solo de la experiencia de un encuentro real y carnal con el Señor resucitado y vivo que, para tantos enfermos, llega a su casa a través de un sacerdote.