«¡Gracias! Eres la primera persona, después de casi dos años, que viene a visitarme». Nicola (nombre ficticio) me abraza de nuevo. Son poco más de las ocho de la tarde y aquí, en Teixero, una ciudad del norte de España, todavía hay mucha luz. La Coruña, donde duermo, está a unos 50 kilómetros. Regreso por cuarta vez en dos días a la Galicia más profunda: pequeños municipios, extensiones de campos y un ir y venir de camiones que transportan a todas horas la famosa leche gallega, consumida en toda España. Teixero es una de las cárceles más grandes de España: máxima seguridad, más de mil reclusos, con una buena representación de mujeres.
Llego el viernes a primera hora de la tarde. Conmigo hay una veintena de personas: esposas, maridos, hermanas y hermanos que esperan su turno para hablar con un familiar recluso. Las visitas son de 45 minutos, estrictamente. Empiezo el trámite de los controles. Soy uno de los primeros en entrar en la sala de espera. Me quedo quieto y sentado durante más de veinte minutos, esperando a que todos pasen por el detector de metales. Un guardia nos conduce a la zona de las salas de visitas. Se abren y se cierran las puertas: aquí todo está vigilado. Cada respiración es grabada por una cámara. Nos hacen entrar en una sala en la que apenas cabemos todos. La espera es larga, pero se rompe con una orden fulminante: «¿Quién va a visitar a Nicola? Sígame». Levanto la mano y el guardia me acompaña a una zona reservada para abogados y jueces. Es uno de los regalos que me ha hecho el capellán de la prisión: un permiso de casi dos horas para hablar en una zona tranquila.
Una pequeña luz, una estrella que lo ha iluminado y le ha dado la fuerza para mirar su pasado y retomar una vida que parecía casi perdida.
Llega Nicola, me sonríe. Hace mucho que no nos vemos. Había perdido completamente su rastro después de que lo arrestaran. Un día recibí una carta suya. Me escribía que desde hacía más de un año le acompañaba una frase que le dije durante nuestra última conversación: «Tienes que decidir si quieres vivir o morir. Si quieres vivir, yo puedo ayudarte». Me dice que ha sido una pequeña luz, una estrella que lo ha iluminado y le ha dado la fuerza para mirar su pasado y retomar una vida que, a los 30 años, parecía casi perdida. Después de contarles lo de la carta de Nicola, mis hermanos me regalaron tres días para ir a visitarlo.
El viernes antes de la partida, vi a la madre de Nicola. Fue una conversación bonita y profunda, no exenta de dolor y sufrimiento. Le propuse que escribiera una carta a su hijo. No se comunicaban desde hacía cinco años. Le llevó casi tres días, luego me la entregó con 100 euros y una bolsa llena de ropa blanca. Corazón de madre. Entrego la carta el domingo, después de la misa. Nicola sostiene el sobre entre sus manos como si guardara un tesoro. Nos encontramos en la sacristía y hablamos sin la separación de un cristal. En una hoja, Nicola anota los puntos esenciales de nuestra conversación, para intentar, dice, vivir con fe y esperanza los últimos 22 meses que le quedan por pasar en prisión. Me pide que salude a Beppe y Tommaso, los sacerdotes que conoció en Fuenlabrada.
Llego a La Coruña de noche. Desde la ventana de mi habitación miro el cielo. Está lleno de estrellas que brillan. Parecen participar de este fin de semana tan intenso. Brillan guiadas por el Director, que nunca deja de buscar a sus hijos, especialmente a los más lejanos y necesitados de su amor.