Hace un par de meses, al final de una misa dominical, me encontraba a la salida de nuestra capilla Madre Admirable y charlaba como de costumbre con algunas personas sobre la celebración. De repente, vi a un hombre y una mujer con una niña pequeña que entraban en la explanada que hay delante de la iglesia. Él se quedó fuera con la niña y se sentó en un banco con expresión abatida, ella entró en la iglesia.
Cuando terminé de hablar me dirigí a la sacristía a cambiarme. En la nave central, la mujer se acercó y me dijo: «¿Tenéis aquí grupos de “matrimonios en Cristo”?». No entendí bien de lo que hablaba y le dije: «Si quiere, me puede esperar mientras me cambio en la sacristía. Después hablamos con calma». Cuando volví a la iglesia, la mujer estaba sentada en el primer banco con su marido e hija. Empezamos a hablar. Intenté entender qué era exactamente lo que buscaban. Al cabo de algunas explicaciones vagas y confusas, él tomó la palabra y dijo: «Mire, en realidad estamos en crisis y necesitamos ayuda». Pensé por unos segundos qué les podía proponer. Al final les dije: «Dadme un par de días. Lo pienso, rezo y os diré algo entonces».
Os pedimos que bendigáis estos anillos, queremos volver a empezar.
Después de hablarlo con un hermano de casa, nos autoinvitamos a cenar en su casa. Acogieron la propuesta exclamando: «¡Es justo lo que queríamos pedirles!». La semana siguiente fuimos a cenar con ellos. Estaban contentos y agradecidos, nos dijeron que habían entrado en nuestra iglesia por casualidad, por curiosidad, porque cuando paseaban la habían visto abierta. Nos contaron que, mientras caminaban, estaban discutiendo sobre cómo separarse sin provocar demasiado dolor en su niña de tres años. La mujer me confesó que al ver la iglesia, se había metido dentro para pedir a Dios que salvase su familia. En cuanto al hombre, reconoció que había entrado sin entusiasmo, pero había aceptado la ayuda porque yo, en vez de ofrecerles inmediatamente una receta preparada, me había mostrado como ellos, es decir, necesitado de encontrar un camino.
No sé exactamente lo que sucedió, pero al final de la cena fueron juntos a coger una cajita y la abrieron. Dentro había dos anillos. Él explicó: «Hace cinco años decidimos casarnos y nos regalamos los anillos de prometidos. Luego vino la pandemia, el nacimiento de nuestra hija, la muerte de algún familiar y los anillos se quedaron en la caja. Ahora os pedimos que los bendigáis, porque queremos volver a empezar». Ha nacido una amistad con ellos que les ha llevado a acercarse a Dios y a la Iglesia. Ahora vienen a misa e invitan a otros amigos. Yo también me siento agradecido al ver que la vida personal y matrimonial de dos personas florece a partir de un encuentro sencillo.