Vidas ofrecidas en el silencio

Viajar a lo largo de la estepa siberiana para descubrir la fuente de la verdadera alegría.

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Uno de los paisajes de la estepa siberiana por el que pasa cada día Francesco Bertolina.

Una de las posibilidades más bonitas de mi tarea actual como ecónomo de la Fraternidad es ir por todo el mundo a conocer nuestras misiones.

Uno de los viajes importantes que he hecho últimamente con don Romano, es el de Novosibirsk, en Siberia. Es una gran ciudad de dos millones de habitantes. En uno de los miles edificios que hay, viven dos de nuestros sacerdotes: don Fecondo y don Francesco.

Al llegar, a la mañana siguiente nos subimos al coche con Francesco. Desde hace 33 años, cada semana, Francesco recorre más de 400 kilómetros de la estepa siberiana para llegar a las parroquias de dos pequeñas aldeas. Allí se queda de lunes a jueves. Después, de nuevo en coche, atraviesa la estepa y vuelve a Novosibirsk donde lo espera Fecundo. Cada semana, los mismos 400 kilómetros, ida y vuelta. Al cabo de cinco horas y media de viaje por las llanuras infinitas de abedules, llegamos a la primera aldea. Uno de nuestros sacerdotes adquirió hace 33 años el local, destinado a ser un bar, y lo convirtió en una parroquia. Durante todo este tiempo, semana tras semana, Francesco lo ha ido remodelando y ha construido una capilla, un pequeño salón parroquial y la vicaría.

El frío, el hecho de ser un lugar sin apenas vida social, el cambio de horario, el largo viaje y la oscuridad, hacía que me dieran ganas de ir a dormir. Me había quitado ya los zapatos cuando don Francesco llamó a la puerta de mi habitación: «¿Queréis venir a ver las estrellas? Hay un cielo maravilloso». Me volví a poner los zapatos, nos montamos en el coche y fuimos a un lugar totalmente oscuro.

se puede ser libre de dar la vida más allá de cualquier éxito.

Al salir, el cielo me dejó atónito. La Vía Láctea resplandecía. Había tantas estrellas que no conseguía distinguir las constelaciones. Fernando nos señaló Casiopea, indicándonos la forma de una «M», la inicial de María. Nos invitó a rezar el Ángelus. Mientras tanto, nos estábamos congelando. «A veces −nos dijo−, cuando voy a cenar a casa de alguna familia, me gusta volver caminando para mirar el cielo». «Francesco, vámonos, que nos estamos congelando». «Sí, pero aquí el clima es seco y no se nota que hace frío». En un sitio como este no se puede sobrevivir sin una pizca de santa locura.

Nos pasamos la mañana siguiente haciendo galletas y té preparando el momento de fiesta que tendríamos más tarde con los parroquianos. Francesco les había avisado de nuestra presencia y quería que después de la misa Romano y yo les contásemos de nosotros. A la misa solo vinieron dos babushke, dos ancianas señoras, una de ellas sorda. Cuando acabó la misa, se fueron. Yo me comí una galleta con algo de amargura. Sonriente, Francesco me dijo: «Stefano, aquí la lucha es de hombre a hombre, no a lo grande».

Al día siguiente, mientras volvíamos a Novosibirsk en coche, Francesco nos contó que durante el seminario, un amigo, Agostino Molteni, le regaló una nota con una frase: «Somos bufones, pero nos hemos encontrado con algo». Y seguía: «Al vernos, se ríen, pero hemos visto algo. Yo veo algo que hace que tenga sentido estar aquí». Nunca percibí en sus palabras, en las pocas que decía, una pizca de lamento o desilusión. Si pienso en un misionero, me vienen a la mente millones de encuentros, muchos bautismos e infinitos éxitos pastorales. Pero también es posible que el fruto de 33 años de misión sean dos viejecillas. No obstante, hay quien está dando la vida por esta tierra, por este pueblo. Estoy seguro de que ese sacrificio silencioso y fiel construye la Iglesia más que los grandes éxitos que tantos de nuestros sacerdotes tienen en otras partes del mundo. Un día, el verdadero peso de nuestras vidas ofrecidas en silencio para la salvación de las personas saldrá a la luz. Si nuestra mirada está puesta en ese momento, se puede ser libre de dar la vida más allá de cualquier éxito. Creo que esta es la fuente de la alegría de Francesco. Una alegría que deseo para mí.

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