De corazón a corazón

El hijo pródigo y la paz del corazón. Testimonio desde Paraguay.

De la morena horizontal
Julián de la Morena durante la procesión del corazón de san Roque González de Santa Cruz.

Falta poco para el inicio de la procesión. Es uno de los últimos gestos en los que estoy presente antes de dejar nuestra misión de Asunción, donde he estado durante dos años. Llevamos en procesión por las calles de nuestra parroquia el corazón de san Roque González de Santa Cruz, un santo muy amado por el pueblo paraguayo. Gracias a él nacieron las primeras reducciones jesuitas. Murió mártir. Su cuerpo fue quemado, pero milagrosamente su corazón quedó intacto, y, desde hace cuatrocientos años, al mirarlo, parece que sigue latiendo.

La procesión comienza de manera solemne. Un grupo de chicos se van turnando para llevar el palio. Están atentos, cumplen con devoción y respeto su tarea. Estos jóvenes pertenecen a una comunidad guiada por un grupo de frailes franciscanos, que acogen a chicos drogodependientes, víctimas de una de las plagas más tremendas de Paraguay: el crack. Es posible obtenerlo por poco menos de un dólar. A la quinta vez de tomarlo, no puedes dejarlo, te conviertes en dependiente para siempre.

Estoy aquí también para recordar a un amigo suyo, Juan. Hace unas semanas, intentó robar en un supermercado y murió en manos de la policía. Los frailes franciscanos cuentan que Juan había sido para ellos como el hijo pródigo. Cuando llegó a la comunidad, había sido un terremoto.

La paz nace de un Padre que no deja de amar a sus hijos.

Problemas, tensiones e idas y vueltas a la comunidad. No había sido un chico fácil, de hecho, los mismos frailes habían pensado que quizá con ese chico no tenían nada que hacer. Un día el superior dijo: «Juan tiene que ser para cada uno de nosotros como el hijo pródigo. Nuestra obra sigue y podrá continuar solo si vivimos con él esta preferencia».

Cuando dejaron su cadáver en el tanatorio y nadie lo reclamó para sí, los primeros y únicos que se presentaron fueron los frailes. Organizan un funeral por todo lo alto, digno de un príncipe y me piden celebrar la misa. Acuden los chicos de la comunidad, los amigos de Juan, con los frailes y las monjas, todos unidos por el mismo dolor. Lloran como si hubiera muerto un familiar cercano.

Antes de terminar la procesión, con un último gesto doy la bendición a cada uno de estos chicos. Acerco el corazón de san Roque al corazón de cada uno de ellos. Muchos se echan a llorar, otros recuperan en su rostro una paz que tal vez habían perdido hace mucho tiempo. Una paz que nace de un Padre que no deja de amar a sus hijos, sobre todo a los hijos pródigos.

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