Durante un testimonio a chicos del primer ciclo de secundaria, una mujer, Sara, nos contó su historia. Su padre le abandonó cuando era pequeña, y se quedó sola con su madre y sus dos hermanas. Obviamente, la elección del padre provocó en ella un gran dolor y marcó su vida. Al casarse, se encontró con la fe. Cuando supo que su padre, que residía en Sudamérica, estaba muy enfermo, decidió ir a por él y lo acogió en su casa. Durante el tiempo de la pandemia, tras semanas de terapia intensiva, el padre enfermó de Covid y murió, pero el tiempo que había pasado con él le permitió llegar a la gracia del perdón y la reconciliación.
Al final del testimonio me di cuenta de que muchos de los chicos de Fuenlabrada −la ciudad cerca de Madrid donde se encuentra nuestra misión− estaban removidos. Algunos lloraban. Un tercio de ellos vive la misma situación de abandono descrita por nuestra amiga, puesto que no tienen padre. Durante la cena, por primera vez los vi llenos de dolor, pero vivos. Hicieron muchas preguntas a Sara, se desahogaron, contaron sus historias y su rabia hacia Dios. Me sorprendieron. Cuando están en la parroquia parece que no hay nada que les interese. Escucharon a Sara, que les contaba que el perdón es posible, que se puede perdonar incluso al hombre que les ha abandonado y les ha provocado el dolor más grande que tienen. Hasta ese momento, desconocían la palabra «perdón».
No quieren un padre perfecto, quieren un padre que esté cierto.
Me costó dormir aquella noche. No dejaba de pensar en el dolor de estos chicos, un dolor que solo puedo intuir. No sé qué significa tener padres divorciados. No he sido abandonado, sino educado por un padre y una madre que se querían. Había otra cosa que me dejaba intranquilo. El título de esos días era: Alguien os espera, el tema era la parábola del Padre misericordioso. Por la noche pensaba: «¿Cómo les puedo decir que «alguien os espera»? ¿Cómo les pueblo hablar de la belleza de volver a casa cuando sus casas son un infierno?
Sentía claramente dentro de mí la invitación de Jesús: «Cuídales. Hazlo tú por mí». Volví con un pensamiento inquietante que me rondaba en la cabeza: probablemente estaba haciendo demasiado poco por estos chicos. Se podía hacer más. Percibía que el Señor me pedía ofrecer mi vida.
Una de las cosas más importantes que veo cuando estoy con los jóvenes es la necesidad de despertar en ellos la pregunta, el grito que a menudo está dormido y que tienen miedo de mirar a la cara. Pero esto no es suficiente, el grito no basta. Es necesario que se encuentren con alguien que les tome de la mano y les acompañe. Es como si no tuvieran las fuerzas de hacerlo ellos solos.
Los chicos buscan, aunque no sea de manera explícita, alguien con el que caminar. Un padre que les recuerde que merece la pena vivir, que la vida y el dolor tienen un sentido, alguien que no se escandalice del mal que llevan dentro. Un padre que les mire convencido de que están bien hechos y que no tienen que censurar nada de lo que son.
Los chicos no quieren un padre perfecto, pues son capaces de perdonar. Quieren un padre que esté cierto. El Padre de la parábola, junto al perdón, ofrece al hijo una casa donde vivir la relación con Él. Los chicos buscan la casa donde vivir con ese Padre que aún no conocen. Esto es lo que les queremos ofrecer aquí en Fuenlabrada, una casa donde se les acoja, se les perdone y sean amados.
Dios me pide ser para estos chicos Su rostro, Sus brazos, Su mismo corazón. Por ello estoy convencido de que mi primera y única responsabilidad es vivir santamente mi amor a Cristo.