Lo que permanece es la ofrenda de uno mismo

La vida solo se cumple en la ofrenda total de uno mismo. Meditación del rector de la Casa de formación de la Fraternidad San Carlos Borromeo.

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Los nuevos sacerdotes de la Fraternidad San Carlos, pocos minutos antes de recibir la ordenación sacerdotal en la basílica de San Pablo Extramuros de Roma.

En el rito de la ordenación sacerdotal, se dirige esta invitación al candidato: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Advierte bien lo que vas a realizar, imita lo que tendrás en tus manos y configura toda tu vida con el misterio de la cruz del Señor».

Son palabras que resumen toda la vida del sacerdote, palabras en las que no se acaba nunca de profundizar. Indican un ideal demasiado alto, vertiginoso. Pero también describen la vida del sacerdocio que sigue atrayendo a tantos jóvenes.

Toda vocación nace a raíz de la fascinación que alguien ejerce en nosotros. Una mujer, un hombre, una compañía, una forma de vida que vemos encarnada en una determinada persona. En cada una de las vocaciones se esconde una atracción, muchas veces inconsciente, por Cristo. En las próximas páginas donde se presentan las historias de los ordenandos este atractivo es evidente.

Al mismo tiempo, a menudo emerge una cierta resistencia que suele coincidir con el momento previo al abandono de la voluntad de Aquel que te conducirá hacia un camino desconocido, para llevarte a donde no quieras (cfr. Jn 21,18). En efecto, cada vocación implica un sacrificio que con el tiempo se identifica con la cruz de Jesucristo.

Lo que más nos fascina de la vida de los santos es su entrega radical

Toda la vida es un camino para dejar que este atractivo misterioso domine cada vez más nuestro día a día, abrazando aquello que instintivamente nos asusta o que incluso puede llegar a repugnarnos. No se trata de un esfuerzo voluntarista, de apretar los dientes y tolerar lo que no nos gusta para obtener lo que deseamos. Consiste, más bien, en reconocer a lo largo del tiempo que aquello que deseamos de verdad no es lo que teníamos en la cabeza, cosas que suelen ser sugeridas por el mundo. En cambio, si el mundo indica que el cumplimiento de la vida consiste en tenerlo todo, en el encuentro con Cristo descubrimos que lo que nos atrae verdaderamente es poder darlo todo. En el Evangelio, Jesús lo dice con estas palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará» (Mt 16,25).

La cruz de Cristo lleva consigo esta verdad: la vida solo se cumple en la ofrenda total de uno mismo. La vocación sacerdotal es el paradigma de esta gran posibilidad, presente en todas las formas vocacionales.

Lo que más nos fascina de la vida de los santos es esta entrega radical. Todo el que vive su propia vocación, ya sea en el matrimonio o en la virginidad, tiene experiencia de ello. Este don total de uno mismo nos cumple porque nos permite participar en la ofrenda que Cristo hizo de sí mismo en la cruz.

Es el mismo hecho que sucede cada día en la celebración de la misa y que ha cambiado la historia del mundo y la vida de millones de personas. El cardenal Van Thuan decía que «los santos son aquellos que viven la misa durante todo el día». La vida entera es insuficiente para darse cuenta plenamente de lo que sucede en el sacrificio eucarístico. Sin embargo, poco a poco uno descubre que es el corazón de todo nuestro quehacer. Aquellos que están llamados a acercarse al altar y celebrar este misterio son realmente unos privilegiados. Este privilegio es al mismo tiempo un don inmerecido y una responsabilidad tremendamente exigente. Efectivamente, nadie puede pretender ser sacerdote. La Iglesia es quien elige en última instancia a los que considera idóneos y necesarios. Al elegirlos, les confía una tarea que sería imposible de desarrollar si no consistiera en abandonarse en las manos de Aquel que les llama. En su último discurso antes de la Pasión, Jesús dice: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). Esta es la fuente de la paz y del ímpetu que el sacerdote está llamado a vivir. Y lo que permanece, al final, es solo la ofrenda de uno mismo..

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