Dar clase en la universidad es un desafío grande. Un desafío precioso. Por un lado, tienes que estar preparado, estudiar mucho y anticipar las preguntas de tus estudiantes. Algunos, para desafiarte o por ingenuidad, te ponen entre la espada y la pared. Quieren saber si lo que les propones tiene la fuerza de resistir en situaciones diferentes respecto al lugar donde has aprendido lo que enseñas. La filosofía es una materia muy teórica, en el buen y noble sentido de la palabra. Pero las teorías son lo más frágil que existe. Si somos honestos en el plano intelectual, basta con un ejemplo para renunciar a toda nuestra teoría, que quizás hemos construido con toda la paciencia durante años y con la que nos hemos encariñado. Cuando entras en clase, siempre vas con cierta tensión. Todo puede suceder, porque te encuentras con mentes jóvenes, frescas, agudas…
Sin embargo, no siempre los jóvenes están atentos y motivados. Casi todos mis estudiantes entran en clase con uno o dos aparatos digitales: móvil, ipad, portátil. Y muchas veces la pantalla les atrae mucho más que cualquiera de tus conceptos. Yo me lo tomo como una provocación (en el buen sentido). La hora de clase tiene que seguir un orden y un ritmo, tiene que sorprender. Los alumnos tienen que salir con al menos una idea clara. Con el tiempo, he entendido que para obtener este resultado se necesita una preparación meticulosa. Mis apuntes se parecen al guion de una película. Tengo incluso los tiempos anotados.
Cada joven pide que respondas a la pregunta por el significad
En cualquier caso, el verdadero desafío es el porqué. Cada joven, en mayor o menor medida, pide que respondas a la pregunta por el significado, por la razón por la que vale la pena el esfuerzo por aprender lo que les estás proponiendo. Las homilías no funcionan. El lenguaje explícito, la comunicación directa son eficaces solo cuando hacen una pregunta directa. Es necesario acoger el hecho de que el sentido se comunica a través de tu persona, a través de la pasión que pones en lo que dices, la energía con la que transmites, el respeto y la paciencia con la que tratas a tus estudiantes. A alguno le sorprenderá, te hará más preguntas, hablará contigo después de clase. Estos son algunos de los sueños de un profesor universitario como yo, que además de enseñar filosofía, le gustaría que sus alumnos conocieran la belleza que he encontrado y que querría comunicar a todos.
Hace unos años, una chica alta y delgada llegó a mi clase. Era diferente al resto. Hacía preguntas agudas, sin pretender ser polémica. Quería entender. No se contentaba con las típicas respuestas. Un día nos quedamos hablando y me contó algunas cosas de sí misma, de su vida. Así nos hicimos amigos. Al cabo de un tiempo me pidió ser su director espiritual. Era muy fiel a la relación, nos empezamos a ver regularmente durante años. Viendo que su camino de crecimiento espiritual avanzaba, en un momento empecé a indicarle ciertas lecturas como ¿Se puede vivir así?, de Luigi Giussani. Me sorprendió que en nuestras conversaciones sucesivas citase el libro varias veces. Entonces, le invité a Escuela de Comunidad, la catequesis para adultos propuesta por el movimiento de Comunión y Liberación. Al principio venía por hacerme un favor −me lo decía ella misma, «vendré cuando pueda» −, ahora su agenda gira en torno a este momento. Es amiga mía y de mis amigos, ha conocido la misma belleza que yo he conocido, la que me movió a dar mi vida a Dios en la Fraternidad San Carlos.