«Si Jesús existe, ¡entonces hay que dárselo todo, hay que hacerse monja!». Recién llegada a Turín, se me escapó esta frase delante de mis compañeras de piso mientras sacudía el mantel después de la comida. Con un poco de vergüenza, deseé que no me hubiesen oído. En realidad, en ese momento, empezaba a desenvolver un gran regalo.
Crecí en Vasto (Abruzzo), entre partidos de baloncesto y paseos por la playa. Mis padres me transmitieron la fe y la pertenencia al movimiento de Comunión y Liberación. El paraíso tendría que ser tan bonito como las vacaciones en la montaña con la comunidad. En los primeros años de secundaria, después de una noche bajo las estrellas con mis amigos, intuí la promesa de que CL sería mi casa para siempre, que ahí sería feliz. Pero más tarde, atravesando una adolescencia más bien fogosa e inquieta, el movimiento perdió toda fascinación para mí. La pasión por el deporte me condujo a los salesianos, donde el Señor me mantuvo cerca suyo. Sin embargo, una amarga desilusión me embargaba. Después de las noches delante del mar con mis amigos del colegio, le preguntaba a Dios: «¿Dónde estás? ¿Qué ha sido de la promesa de alegría que me hiciste?». En mitad de la tormenta o en el silencio de la noche, siempre me venía la misma respuesta: «Y tú, ¿dónde estás?». Antes de empezar la universidad, eran pocas cosas las que tenía claras: no iba a ir por ciencias y no participaría en la vida de CL. Mi hermano mayor me convenció para ir a Turín a estudiar ingeniería, donde viviría en un piso con otras ocho chicas del movimiento. Esta decisión atrevida fue lo que me abrió los ojos y permitió a Dios volver a tomar el timón de mi vida.
Encontré una casa con la puerta abierta
Mientras hacía las maletas para ir a Turín, cinco sacerdotes se preparaban para empezar a vivir en la misma ciudad. Se abrió una casa de la San Carlos en la parroquia de Santa Giulia los mismos días en que yo entraba en la politécnica. Mis compañeras de piso tenían curiosidad por la llegada de estos sacerdotes y comenzaron a invitarles a cenar al piso. Así, poco a poco, yo también empecé a acercarme a ellos. Encontré una casa con la puerta abierta y todo el día llena de niños y jóvenes. Una casa a la que podía llamar a cualquier hora, sin avisar y para saludar simplemente o aliviar algún peso que llevase encima. Estos curas estaban ahí para mí, para nosotros, y eran felices. También los amigos que tenía de CL eran felices. A ojos del mundo, en realidad, mi llegada a Turín fue un fracaso. Realmente, ingeniería no era mi camino; volví a empezar y me matriculé en diseño. En cambio, abría un gran regalo: la promesa de Dios era verdad. Cuando mi amigo Giorgio entró en el seminario de la San Carlos, pensé que a mí también me gustaría pertenecer a esta familia, ser misionera de Cristo. Sin embargo, ya lo había intuido años atrás, con dieciséis años, cuando de repente me empezó a urgir descubrir mi lugar en el mundo. Delante de las personas que tenía delante me preguntaba: «¿Querría ser así de mayor?». Una noche, en el oratorio, una de nuestras responsables nos había anunciado que se iría de voluntariado a Togo. Ahí pensé: «Es esto. ¡Seré misionera!», y corrí a decírselo al sacerdote que nos acompañaba. Sabía que el único motivo por el que se puede dar algo es haberlo recibido todo, y sabía que eso era lo que me había sucedido.
Cuando unas simpáticas monjas vestidas de azul empezaron a aparecer en los campamentos de verano en Turín, me di cuenta con alegría de que esta era la vida que Dios me sugería. Intuía que Él me indicaba este camino porque yo nunca habría podido imaginarlo. Ahora, después de estos años pasados con las misioneras, después de todos estos regalos, ¿qué puedo hacer más que devolvérselo todo al Señor?