«¡Go!». Seis chicos de primero y segundo de secundaria corren por un bosque buscando una pelota de tenis.
En junio fuimos tres días de campamento el jefe de estudios, el profesor de historia y yo con un grupo de alumnos. Es la segunda vez que íbamos. La propuesta que les hacemos es mucho más sencilla que la que hacemos a otros grupos de jóvenes. No hacemos encuentros o testimonios; los juegos y las actividades que hacemos son los básicos a los que estamos acostumbrados. Al ir juntos de campamento, solo buscamos una cosa: que los alumnos puedan pasar tiempo con los adultos y hagamos algo bonito juntos.
El primer día, después de montar las tiendas y dar un paseo para ver la zona, celebramos misa y cenamos. Los chicos lavaron los platos y fueron a buscar leña mientras los adultos encendíamos una hoguera y preparábamos nuestras tiendas. Desde el principio nos dimos cuenta de que las dos peticiones −buscar leña y lavar platos− eran un desafío para ellos. Están acostumbrados a vivir en un mundo donde todo sucede a través de la tecnología, donde el contacto con los demás es indirecto, a través de los libros o de las pantallas. Y cuando tienen que hacer algo manual, ya sea un deporte o trabajos en casa, necesitan instrucciones precisas que les ayuden a ser eficaces y eviten su libertad. Cuando pedimos que fueran a buscar leña para el fuego, les costó entenderlo. Traían ramitas del tamaño de un palillo.
A veces basta con lanzar una pelota en el bosque y ver qué sucede
Con los juegos sucedía lo mismo. En cuanto tenían tiempo libre −por ejemplo, después de cenar−, se ponían a jugar a lo que estaban acostumbrados. En un momento cogieron una pelota de tenis, palos y marcaron cuatro esquinas en la tierra para jugar al baloncesto.
Para desafiarles y reírme un poco de ellos, les dije: «Haced esto: uno lanza la pelota hacia el bosque y el primero que la encuentre, gana». Atónitos, se quedaron mirándome unos segundos hasta que uno dijo: «¡Empiezo yo!». Jugaron durante más de dos horas seguidas. Yo no me lo podía creer. No existe un juego más simple que este, pero les apasionó. No porque las reglas estuvieran clarísimas o porque les excitara especialmente entrar en el bosque. De hecho, no conseguían lanzar la pelota más allá de los veinte metros y normalmente la encontraban en menos de un minuto. Pero algo estaba sucediendo.
A la mañana siguiente nos levantamos con frío y encendimos el fuego para calentarnos un poco. Preparamos el desayuno y el picnic para la excursión y nos sentamos alrededor del fuego a comer huevos y tortitas.
Mientras estábamos sentados en círculo, les pregunté: «¿Qué creéis que es mejor? ¿el juego de ayer por la noche o una noche jugando al Fortnite [un videojuego que les apasiona, ndr]?». Me respondieron con entusiasmo: «Mucho más el juego de ayer por la noche». Seguí preguntando: «¿Qué os gusta más? ¿El fuego que hemos hecho esta mañana o Minecraft [otro de sus videojuegos, ndr]?». «¡Este fuego!», decían. «¿Por qué?», les pregunté. «Porque este fuego es real». A veces es necesario dar charlas importantes y preparar gestos para que la belleza y la verdad de Cristo emerjan. En otras ocasiones, basta con lanzar una pelota en el bosque y ver qué sucede. La realidad habla, y si nuestros chicos consiguen toparse con ella, la verdad y la belleza del Señor se vuelven explícitas sin necesidad de nada más.