Durante los últimos años, en el colegio de Santiago de Chile donde soy capellán y profesor, he observado cómo ha crecido extraordinariamente la relación con los chavales de bachilleres. Se ha dado una familiaridad entre nosotros gracias a poner el centro la propuesta cristiana. El deseo de una amistad verdadera, que les ayude a afrontar los desafíos de su vida caótica, ha dado pie a establecer una relación profunda.
Me gustaría contar especialmente nuestra historia con Bastián, un joven que dice ser ateo y con frecuencia se esconde tras una máscara de dureza. Su historia habla de un cambio notable. A lo largo de estos años ha compartido abiertamente su experiencia, proponiendo a los más jóvenes en nuestros encuentros lo que ha visto. Reconociendo que puede considerarse algo extraño la amistad con un sacerdote, incluso ilógico, en realidad no lo es.
Con mucha lealtad, Bastián nos contó que la amistad con los profesores y los bachilleres ha sido su ancla en momentos de turbulencias, sobre todo después de la pandemia. En contra de cualquier previsión por parte de la compañía que frecuentaba antes, expresaba un deseo auténtico de profundizar en estas relaciones, poniendo de manifiesto lo significativo que era para él lo que había encontrado. Hace unas semanas, durante una excursión por la montaña, me dijo: «No puedo decir que veo al Cristo del que habláis, por eso digo que soy ateo. Pero cuando te miro, reconozco que ese Cristo tiene que existir, porque tus ojos me lo dicen. Es verdad y no puedo negarlo».
El corazón de los jóvenes necesita urgentemente un punto de referencia
«No quiero dejar este lugar, me ayuda a vivir», decía conmovido Bastián hablando de lo importante que es para él la amistad que ha encontrado en bachilleres. Más allá de etiquetas religiosas, esta historia habla de la profundidad de una relación auténtica que supera toda barrera y que, para chicos como él, se convierte en faro de esperanza en los momentos difíciles. El corazón de los jóvenes necesita urgentemente un punto de referencia sobre el que apoyarse dentro del caos de un mundo lleno de confusión.
Hay otra chica del grupo de bachilleres, Ágata, cuya historia está marcada por la pérdida de un amigo querido en un accidente. Sus amigas le invitaron a venir a nuestros encuentros. Al principio se mostraba algo escéptica ante lo que proponíamos, pero cuando empezamos a afrontar la cuestión sobre el sentido de la vida, reaccionó inmediatamente, reconociendo que nunca había oído hablar así en ninguna parte. «Cuando la gente empezó a hablar del tema, sentí que estaban respondiendo a las preguntas que yo había tratado de evitar para que no doliesen tanto. Desde entonces, después de cada encuentro, volvía a casa diferente, sentía que las heridas me dolían menos. Llegó un momento en que tuve que reconocer que necesitaba de verdad volver a este lugar. Cuando estaba en Escuela de comunidad quería que no acabara. He empezado a vivirla como si fuera una casa que me acoge y me ayuda a mirar la vida, una segunda familia, un lugar donde puedo ser yo misma». En un mundo dividido con frecuencia, la relación que tenemos los profesores con los chavales es un testimonio potente de cómo la amistad en Cristo permite descubrir el sentido de la vida, incluso entre personas aparentemente opuestas. Cristo en el centro, que guía e ilumina nuestro recorrido, se vuelve en un ideal al que seguir.