«La fuente siempre da más de lo que necesita el sediento». Esta cita de san Bernardo es la síntesis de lo que ha sucedido en mi vida a partir del encuentro con un sacerdote de la Fraternidad San Carlos. Este encuentro fue decisivo para mi fe, hasta llegar a la casa que el Señor ha querido para mí. Cuando vuelvo a mirar mi historia, veo un camino que al principio se volvió tortuoso, una vida vivida muchas veces a través del agujero de mi herida, de mis preguntas y mi rabia, sobre todo hacia aquel Dios que de pequeña empecé a conocer, pero que en un cierto momento me empezó a parecer lejano. No tenía que ver con mi vida, es más, quizá ni siquiera existía. Crecí en un pueblo de la provincia de Avellino; hasta los trece o catorce años acudí a la parroquia de mi barrio y participé en la Acción Católica. Después, durante la enseñanza media, poco a poco abandoné la parroquia, y con el tiempo, la Iglesia. La abandoné porque fue la primera vez que me topé de un modo dramático con la enfermedad y la muerte −en esos años perdí a dos seres queridos− y porque sentí que Dios había defraudado la esperanza que había depositado en él. En mí nacieron muchas preguntas, seguía preguntándome el porqué de aquellas muertes y a mi alrededor no encontraba respuestas. De modo que decidí que podía seguir adelante sin Dios.
Así transcurrieron los años de secundaria y bachillerato. Me matriculé en la universidad, me gradué y empecé a trabajar, primero en una casa-familia, luego en un servicio municipal de Orientación laboral. Seguía teniendo en mente muchos proyectos, pero en el fondo estaba triste porque mi vida no se definía en una forma. En 2012 me trasladé a la provincia de Pesaro, con la intención de dar un cambio a mi vida. Hubo un cambio, pero no como me lo imaginaba. En agosto del 2013 conocí a don Michele Lugli, recién llegado al pueblo donde yo vivía. Fue un encuentro decisivo para mi fe. En la amistad con él, volví a acercarme a la Iglesia. Ayudaba en la parroquia y al mismo tiempo fui haciéndome amiga de algunas personas del movimiento de Comunión y Liberación, al que me adherí más tarde. En resumen, en mi camino tortuoso aparecieron –me gusta emplear esta imagen– pequeñas llamas, puntos de luz que comenzaron a iluminarlo. Eran personas que vivían con certeza y reconocían en su vida un bien más grande por encima de todo. Un bien que colmaba la vida y le daba sentido. Este bien tenía un nombre: Jesús.
Entonces, comenzó un camino, volvió a aparecer la esperanza
Mi primer sí a Cristo después de tantos años de huida fue seguir estos puntos de luz. Aunque a veces dudaba, lo más sorprendente para mí era que ya no podía dejar de mirar Su mano tendida hacia mí, aguardando. Entonces, comenzó un camino, volvió a aparecer la esperanza. Los momentos que pasaba con mis nuevos amigos eran bonitos, sencillos, pero siempre muy verdaderos. Con el paso de los meses, me di cuenta de que en mí crecía el deseo de pertenecer y dedicar totalmente mi vida a Cristo, tal y como veía en don Michele. Me daba cuenta de que aquel pequeño servicio que hacía en la parroquia me hacía feliz. Empecé a preguntarme el porqué y poco a poco empecé a dar espacio a la idea de la consagración religiosa. El paso sucesivo fue hablarlo y dejarme acompañar para entender qué había de verdad en aquel deseo. Tenía claras dos cosas: quería comunicar la cercanía, la amistad con Cristo que ilumina la vida, y quería permanecer en el Movimiento, porque era ahí donde había hecho este descubrimiento. Sabía que existían las Misioneras de San Carlos Borromeo y sentía que ese era el lugar donde los deseos que habían nacido en mí habían tomado cuerpo. Así, percibí la necesidad de dar otro paso, el decisivo, para ir hasta el fondo de lo que había intuido. Fui a verlas. Recuerdo que la mañana en que llegué a Roma, en junio de 2017, antes de llamar al timbre, pedí: «Señor, si esta es la casa donde quieres que esté, haz que me acojan». Y así fue. Incluso cuando estaba enfadada con Dios, tenía en el corazón dos deseos: un amor grande al que donarme y el deseo de una casa, «mi casa», donde crecer, darme y ser feliz. Por fin estos deseos encontraban un lugar: el amor grande al que darme adquiría el rostro de Cristo y la casa en la que podía donarme se convertía concretamente en la comunidad de las Misioneras y en la Fraternidad. Estaba sedienta de vida, de felicidad, de sentido, de amistades verdaderas, y el encuentro con el Señor me ha dado todos esto en abundancia. «Jesús te enamora», me dijo una vez una monja agustina del monasterio de Urbino (otro rostro decisivo en mi historia): una verdad muy sencilla, por la que merece la pena darlo todo.