Llevo ocho años de misión en Fuenlabrada, una ciudad cerca de Madrid, donde fui cuando aún era diácono. Ahora, además de ayudar en nuestra parroquia, soy capellán y profesor de religión en un colegio que cuenta con ochocientos alumnos. Cuando algún parroquiano me escucha hablar sobre mi trabajo en el colegio, como doy clases a alumnos de secundaria y bachillerato, muchas veces me dicen: «pobrecillo, justo la edad más dura», o también: «qué difícil será estar con los adolescentes». En realidad, mi experiencia es otra. Estoy feliz de pasar tiempo con los jóvenes y de poder educar, al menos de intentarlo.
Las observaciones que se suelen hacer sobre los adolescentes son casi siempre verdaderas: hacen lo que les da la gana, son instintivos, reactivos y muchos de ellos tienen dependencias de todo tipo. Sin embargo, poseen una cualidad que tiende a reducirse con la edad: son transparentes. Se entiende muy bien si son felices o no, si algo les apasiona lo dan todo, le dedican tiempo y energía de forma incondicional.
Pongo algún ejemplo de mis alumnos, (por discreción, uso nombres inventados).
Cristo ha venido al mundo para decirnos que el deseo de felicidad de todo hombre se puede cumplir.
Juan
Al dar clase de religión, a menudo se tocan temas candentes y salen cuestiones profundas que tienen que ver con la vida de los chicos. Cuando esto sucede, empiezan a hacer muchísimas preguntas. Son ocasiones de oro que siempre intento privilegiar y a las que quiero dar espacio.
Hace dos años estuve dando clase sobre el sentido religioso. Aún estábamos en plena pandemia, pero por suerte podía dar clases de manera presencial. Había invitado a mis alumnos de cuarto de la ESO a presentar a los compañeros una película elegida por ellos de modo que emergieran algunos temas vistos en clase. Cuando la hora acabó, se acercó un alumno (Juan), que me dijo que la clase le había impresionado. Sobre todo, quería decirme que le gustaba más ver las películas así y que le gustaría verlas de este modo más veces. Además, añadía agudamente, si este modo de mirar se puede aplicar a una película, se puede aplicar a cualquier otra cosa. Una compañera de clase, que estaba escuchando, se metió en la conversación y dijo que a ella también le gustaría seguir viendo películas así.
Les invité a vernos una tarde después de las clases y hacer lo mismo con una canción que para ellos fuera significativa. La canción elegida fue Angel Down, de Lady Gaga, que empieza con estos versos: «confieso que estoy perdida / en esta era de lo social / de rodillas, poniéndome a prueba / para amar y ser agradecida». Me explicaban que se identificaban totalmente con la canción. Deseaban un lugar en el que pudieran ser ellos mismos. Donde quererse bien fuera pudiera ser auténtico, donde se pudiera estar sin el temor de ser juzgados, donde se pudiera decir lo que uno piensa sin tener miedo. Les señalé que eso era lo que estaba sucediendo exactamente en aquel momento: ¿acaso no se estaban abriéndose, hablando libremente, sin el miedo a ser juzgados?
En ese momento se encontraron un deseo mío, el de poder acompañar a los jóvenes a conocer a Cristo, con un deseo suyo. Creo que es importante que esto suceda. Sin este encuentro de deseos se corre el riesgo de ser esquemáticos o artificiales en la propuesta educativa. Después decidimos volver a vernos y llamamos a ese pequeño grupo «Para y mira». Inmediatamente se unieron otro alumno y un profesor. La idea era la de vernos todas las semanas y llevar libremente lo que hubiese sido significativo durante la semana: un fragmento de un libro, un artículo, una canción, una clase que les hubiera tocado, una conversación con un amigo…cualquier cosa que quisieran compartir y mirar hasta el fondo. Poco a poco, sin ninguna estrategia de marketing ni publicitándolo, solo con el pasapalabra, el grupo fue creciendo hasta llegar a ser cincuenta chicos y un grupo de profesores.
Silvia
Un día vi que Silvia jugaba con la comida sin comer. Parecía muy triste, de modo que me acerqué y me senté en su mesa para comer con ella. Me dijo que estaba harta. Le parecía estar cerca del cansancio extremo porque no entendía de qué servía estudiar tanto para después ir a la universidad, trabajar, tener una familia, jubilarse y al final morir. Después de hablar con ella, hablé con otros profesores y todos me dijeron que la chica tenía este problema desde hacía tiempo. Me pregunté qué pasa en el corazón de una joven de dieciséis años, que tiene amigos, familia y que los estudios le van bien, para estar tan desilusionada con la vida. Después entendí que en realidad ese malestar es la expresión de la grandeza del corazón de esa persona, como el de todos los jóvenes. Aunque no les falta de nada, muchas veces no tienen un horizonte, un criterio para recomponer las parcelas de sus vidas. Sin embargo, el criterio que buscan no se puede explicar y punto. Me parece que cualquier tipo de discurso −un texto precioso que les podría dar, un consejo espectacular− no es lo que necesitan en primer lugar. Lo que le ayuda es tener una casa, un lugar que le pueda ayudar a descubrir su certeza y una comunión a la que pertenecer. Le invité al grupo y desde ese día no se perdió ni uno. De vez en cuando, cuando nos cruzamos por el pasillo, incluso sonríe. Entonces le pregunto: «¿Ves que la vida no da asco?», «¡para!», me responde siempre. ¡Pero se ríe!
Rocío
Rocío es nueva este curso en el colegio. Un día me escribió una carta que me ayudó a entender mejor la fuerza que puede tener un lugar, una compañía que educa:
Muchas veces, cuando se cumplen los deseos más grandes e importantes que tengo, al principio estoy contenta, pero después se me queda un sentimiento de insatisfacción, como si necesitase algo más. Y cuanto más grande es el deseo, más noto que me falta algo. Antes de llegar, por ejemplo, no tenía lo que más deseaba −una amistad verdadera y grande− y me conformaba con cosas pequeñas. Ahora veo que con los amigos que tengo no me basta cualquier cosa. Cuando las cosas que uno busca son pequeñas, o son materiales, es fácil creer que no es posible ser realmente felices. Pero si encuentras lo que yo he encontrado, entonces empiezas a entender que tu corazón no descansará nunca, hasta que no encuentre lo que es infinitamente grande. Me pregunto: ¿por qué estamos hechos así? Es incómodo saber que no puedo gozar plenamente de las cosas pequeñas, porque remiten siempre a lo que es más grande.
Descubrir que no cualquier cosa está a la altura de una vida bella y grande es un paso fundamental de crecimiento. Por otro lado, esto solo es posible si se tienen delante personas con certezas, que saben a dónde ir. De otro modo, nuestros deseos se transforman en tiranos y pueden arrastrarnos hacia aquello que destruye la vida en vez de construirla.
Lucas
Lucas es un personaje. Es el típico chico que siempre intenta sobresalir y va de payaso. Con el tiempo, se ha vuelto víctima de esa máscara que se ha construido y todos lo tratan así, como si fuera un juglar. Desde hace cuatro años, al final del curso organizamos una peregrinación a Santiago de Compostela. Es una propuesta exigente: 170 kilómetros en seis días, llevando macuto a cuestas, despertándonos pronto, con silencio, oración, cantos y misa diaria. Ofrece muchas oportunidades para ser sencillos, para ayudarse cuando uno esta cansado o, simplemente, cuando alguno no sabe meter el saco en la funda. Es algo que pasa con frecuencia…
Un día, caminando, a Lucas le salen unas ampollas enormes que le hacen particularmente doloroso el camino. Entonces, nos vamos turnando para llevar su macuto y en las paradas le ayudamos a curarse los pies. Esa tarde celebramos misa como siempre y Lucas −que nunca va a la iglesia− pregunta si durante la oración de los fieles también se puede dar gracias. Cuando acaba la misa nos contamos cómo ha ido el día y si hemos descubierto algo nuevo. Él dice que le parece que no ha entendido nada de la vida: ¿cómo es posible que haya personas que le quieran tanto? Nos confiesa que está pensando en que tal vez es verdad que Cristo existe, porque ve cómo viven los cristianos. Más aún, dice que la peregrinación se parece a la vida: un grupo de amigos que caminan juntos hacia una meta.
Quizás esta ha sido la única vez en que he escuchado a Lucas decir algo que no fuera una tontería, pero esta conciencia ha entrado en él. Ahora entiendo mejor lo que significa educar, es decir, introducir en la totalidad de la realidad. Significa ayudar a descubrir que existe un Padre bueno, que existe un Destino hacia el que caminamos y que se hace cercano precisamente porque existe una compañía que Él ha construido. Así, cada paso del camino tiene el gusto de la meta.
Conclusiones
La experiencia de estos años me ha ayudado a entender muchas cosas respecto a los jóvenes con los que nos encontramos hoy en los colegios, al menos en España, donde yo vivo. Muchas veces los jóvenes tienen miedo, están llenos de incertezas respecto a sí mismos (toda la gran cuestión de la imagen que los demás tienen de uno o el tema de la propia identidad) y en cuanto al futuro, ya sea porque no tienen la esperanza de encontrarse con algo por lo que valga la pena vivir y que resista para siempre, o porque no tienen un horizonte claro en la vida.
El miedo o la inseguridad que acompañan con frecuencia a los jóvenes viene fundamentalmente del hecho de que no tienen a nadie que les haya ayudado a tener una relación equilibrada con la realidad. Muchos no han tenido un padre, alguien que los haya acompañado a conocer y amar la realidad. Termino citando por última vez a un alumno que un día me escribió: He conocido al Señor. Con Él todas las cosas se hacen nuevas, hasta estudiar se vuelve más atractivo. Una vez en el grupo comentamos una frase: «No hay nada que haga que el hombre se rinda más como el sentirse expuesto y totalmente comprendido al mismo tiempo». Esto se me está haciendo evidente en la compañía de algunos buenos amigos. Hay que decirlo, son subnormales, pero con ellos vuelvo a descubrir Su ternura y Su abrazo. Me pregunto: «¿Por qué a mí? ¿Por qué se nos ha hecho este regalo?».
Cuando veo a un joven de nuestro tiempo que descubre con tanto entusiasmo la gratitud por la vida, por su vida, y empieza a moverse para que otros puedan conocer la fuente de esta gratitud, entonces comprendo que educar es posible.