La medida de la humanidad

La prueba y el sufrimiento, caminos para comprender más en profundidad la llamada que Dios nos dirige. Un testimonio.

20220214 Asuncion Hacin Ospizio Anziani 26

Al intentar contar lo que me ha pasado en el último periodo, busco dos cosas: por un lado, testimoniar lo que ha sucedido y por otro, provocar a que surjan −en mí ante todo y, además, al que me lea− las preguntas a través de las cuales toman forma y adquieren valor los hechos que suceden. Esto es lo que significa hacer experiencia. Y esto es lo que me ha sucedido.

Ante una situación difícil no pueden no emerger las preguntas por el significado: ¿qué significa esta prueba? ¿Hacia dónde quiere llevarme Dios? Estas preguntas, que me escandalizaron, surgieron en mí en cuanto volví a tener conciencia después del momento más oscuro que he vivido en mis sesenta años de vida.

A raíz de una grave complicación que sufrí por el Covid, he padecido una gran confusión mental. Olvidé nombres, situaciones y, lo más dramático, las oraciones más sencillas que deseaba rezar. La conciencia del sacerdocio es lo único que no se ofuscó en mí. Llegué a experimentar rabia hacia las personas que más se entregaban para ayudarme. Todo, absolutamente, todo, se ha ido purificando, asumiendo una luz que lo llenaba de significado. Esto sucedió solo cuando empecé a percibir en los que tenía a mi lado el rostro de Cristo que me alimentaba y me daba la mano.

A través de nuestra debilidad, Dios cumple la promesa del cumplimiento de la vida

Cuando sucede el milagro del reconocimiento del propio límite, renace la relación con Cristo, que es la única y verdadera respuesta. Cada gesto o palabra encierra la posibilidad de generar cosas inimaginables en nosotros mismos y en los demás.

Me sorprende volver a leer un pasaje de Spe Salvi de Benedicto XVI: «La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana» (38). El cambio de mi mirada hizo que percibiera las preguntas que habían surgido en algunas personas a las que veía cada día. Dos fisioterapeutas que no se acercaban al sacramento de la confesión desde hacía tiempo, cuando empezó la Cuaresma me pidieron recibir el sacramento y más tarde vinieron a misa. Me conmovió más aún la pregunta que me hizo un auxiliar de apariencia más bien ruda. Una noche, muy serio, me pidió que le explicara la diferencia entre Dios y Jesús. Paradójicamente, siendo yo el sufriente, me encontré siendo, con mi ser, el que daba consuelo y despertaba en los demás la pregunta por el sentido de la vida.

¿Cuál es la gracia en todo esto? El hecho de que la mera presencia del sacerdote, la objetividad de un signo concreto y vivo de Cristo, hace emerger la pregunta por la conversión. Para mí, como para cada uno de nosotros, la experiencia de la enfermedad es ocasión de comprender la vocación, entendida no tanto como la realización de un estado de vida en concreto, sino como conciencia. Mediante nuestra debilidad, Dios cumple la promesa del cumplimiento de la vida, como obediencia a lo que él mismo ha previsto, para que podamos alcanzar la santidad que el corazón de todos los hombres desea.

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