Hace unos días, antes de la misa en San Pablo, una de nuestras parroquias de Taipei, me encontré con una parroquiana a la que no había visto en mucho tiempo. Muchas veces me había invitado a comer, pero yo no había conseguido un hueco para estar con ella. Cuando nos saludamos, me recordó que le debía una comida, de modo que decidimos desayunar juntos al terminar la misa.
La señora se llama Inmaculada, tiene 94 años y vive en la misma calle de la parroquia. Tiene dos hijos que viven cerca de ella. Mientras tomábamos algo me contó su vida.
«Me casé jovencísima, luego vine aquí a Taipei con mi marido y un hijo pequeño». Inmaculada viene del Hunan, una región de China. Como muchos otros, ella también tuvo que huir de su tierra durante la guerra civil. «En Taiwán tuve otro hijo y una hija». De niña le decían que no era guapa, tampoco su marido la consideraba atractiva. «Cuando tenía 18 años mi marido trajo a casa un compañero militar con el que jugaba a baloncesto, un joven alto y guapo. Recuerdo que me lanzaba piropos, pero yo, que ya estaba casada, le dije: “Trátame como a una hermana mayor, cásate tú también y ten hijos”. Al cabo de un tiempo, se casó y no nos invitó, pero nos mandó una foto de la boda».
Más tarde, el joven militar volvió a casa de Inmaculada. Era la hora de comer, el marido estaba fuera trabajando y ella estaba sola. «Llevaba puesto un vestido bonito occidental, regalo de los americanos. Siempre he sido pequeña y delgada y aquel vestido me sentaba bien. Por educación, como era la hora de la comida, le cociné una sopa y dos huevos. Tiene que entender, padre, que nunca nadie me había considerado atractiva. Este chico parecía interesarse por mí y a mí me empezó a atraer. Pero sabiendo que él también estaba casado, decidí al momento no volver a verlo nunca más. Lo acompañé a la puerta y le seguí con la mirada mientras él se alejaba caminando por un puente». Él también se giró varias veces a mirarla. En aquel momento ella entendió que, aunque no pudiera vivir con él, lo amaría para siempre.
Ella le interrumpió con estas palabras sorprendentes: «El amor es sacrificio, no posesión»
Mientras me contaba todo esto me parecía estar viendo una de las escenas de una película del gran director Zhang Yimou. Cuando su marido murió, ella solo tenía 55 años. El otro hombre la buscó para estar un rato con ella y ella aceptó. Los dos habían envejecido. Él le contó que había tenido tres hijas y empezó a quejarse de la mujer. «Fue la primera vez que le di la mano», recuerda Inmaculada, «y sentí su piel llena de callos». Fue un movimiento de ternura hacia ese hombre que ya se estaba haciendo mayor, pero cuando él le anunció su intención de cogerse una habitación en un hotel para hacer «sus cosas», ella le paró con estas palabras sorprendentes: «El amor es sacrificio, no posesión». Y, a su vez, la inesperada reacción de él: «Ahora te respeto más que antes».
Al final de la historia, Inmaculada me dijo que su nombre chino también tiene un signo que significa fiel y me insistió en que así había sido. Pude redescubrir, a través de la experiencia de vida de esta mujer de 94 años, la verdad de las palabras que tantas veces Giussani nos ha dirigido y sobre las que he querido apoyar mi vida. Después del desayuno, volvimos hacia su casa. Mientras me despedía en la puerta de su casa me dio las gracias. Yo también se las di y era sincero: nunca habría imaginado escuchar una historia tan bella y conmovedora y le prometí que nos veríamos otro día. Al final me dijo: «En la vida hay dos cosas importantes: yuanfen y mingyun. Ambas expresiones aluden a la palabra «destino». Es como si ese encuentro estuviese escrito, preparado por el destino. Por ello, creo que esta palabra podría traducirse también por «providencia», porque nuestra vida no está a merced de la casualidad, sino que hay un Padre que nos ama y nos acompaña hacia un destino bueno.