Hace veinticinco años durante mi ordenación en la catedral de los Sagrados Corazones de Jesús y María en la Storta (Roma), en el momento de la postración −pocos segundos antes del peso eterno− empecé a intuir que Cristo me lo estaba pidiendo todo, todo mi corazón. Por entonces no podía comprender qué significaba aquello y de qué modo lo realizaría Cristo. Recuerdo la percepción de estar desnudo ante Él, solo vestido con la certeza de que, mediante la imposición de las manos, Cristo me había elegido para ser sacerdote suyo. Ya no era una intuición, un deseo, una pregunta. Era un hecho: sacerdote para siempre (Heb 6,20).
Inmediatamente después, fui a nuestra casa de Novosibirsk, en Siberia. Allí tuve que aprender ruso. Recuerdo que apenas balbuceaba unas pocas palabras, era mudo y sordo, mi deseo de comunicar se veía frenado. Esta fue la condición mediante la cual comencé a mirar la misión en su realidad: «Soy un instrumento en las manos de Cristo, elegido». Ahí comprendí que la vocación y el ofrecimiento eran mi fuerza, no lo que podía decir o conseguía hacer. Necesitaba horas para preparar la misa que celebraba para unas doce personas que acudían a la capilla de Akademgorodok, (construida en un piso reformado). Horas para aprender a leer el Evangelio, para traducir y repetir varias veces la homilía.
Volviendo a aquellos años, veo que fue un tiempo largo de silencio. Las mismas circunstancias eran un regalo para no perder de vista la razón por la que había sido enviado: «Estoy aquí por ti, Cristo, para que mi presencia sea signo de Ti». ¡Todo el corazón! Nosotros no decidimos cómo ser útiles.
Nosotros no decidimos cómo ser útiles
Cada vez que saludaba a un viejo profesor universitario, él se arrodillaba y me besaba las palmas de las manos. La primera vez me resistí, pero él, casi regañándome, me dijo: «Padre, permítame que lo haga porque sus manos son santas». Igual que los iconos rusos, donde la perspectiva está invertida porque la realidad se percibe con los ojos de Dios. Ni yo mismo había mirado mis manos de aquel modo.
Cristo también conquistó mi corazón a través de las visitas a los presos de las cárceles. Al principio la idea de ir me generaba curiosidad y, al mismo tiempo, temor. También ahí, en la cárcel, fue evidente que no me esperaban solo por lo que era capaz de decir, sino porque era signo de Uno que los seguía amando a pesar de los delitos que habían cometido. «Padre, le esperamos, vuelva pronto», me decían los presos de la cárcel de Taguchin, situada a tres horas en tren al norte de Novosibirsk. ¿No es este el grito que todos llevamos en lo más profundo del corazón? ¿Acaso no esperamos siempre a Uno que nos haga experimentar que somos únicos e irrepetibles? Una vez, mientras esperaba al policía que me debía acompañar a la salida, le pregunté a Sasha si necesitaba algo. Me respondió que no. Más tarde me escribió una larga carta en la que me confesaba que mi pregunta le había sorprendido. Nunca se habían dirigido a él personalmente para preguntarle si necesitaba algo. Quedamos en contacto incluso después de mi traslado de Novosibirsk a Moscú. Esa simple pregunta le marcó. Estaba enfermo de tuberculosis. Hace unos años dejó de responder a mis mensajes. Creo que ya se encuentra en ese abrazo eterno que pregustó entre los muros de la cárcel. Podría contar muchísimas historias sobre las visitas que hice a los presos, no solo en Novosibirsk, también en la república de Mordovia, tras mi estancia en la casa de Moscú. Todas estas historias confirman el mismo juicio: el sacerdote es un hombre entre los hombres, pero tiene el poder de llegar a las llagas del hombre para sanarlas, cargando lo que el hombre por sí solo no puede llevar: «Yo te absuelvo de tus pecados».