En nuestra misión chilena los meses de verano (enero y febrero) son los más intensos del año. Uno de los momentos más bonitos fueron las vacaciones que solemos organizar, la llamada «Colonia urbana», que este año presentábamos bajo el lema «Has nacido para ser feliz». Acudieron en torno a doscientos cincuenta niños y más de ochenta monitores. Muchos de ellos participaban por primera vez en un gesto de experiencia cristiana.
Durante las dos semanas de convivencia, cada día empezábamos con la misa y media hora de silencio, propuestas libremente a todo el que quisiera seguirnos. Después de los laudes, en los que participan todos los monitores, las cocineras, algún padre y los niños más impacientes y curiosos, pasábamos el día entre canciones, juegos, talleres y un breve momento de catequesis, presentado a través de una obra de teatro. Este año hicimos el viaje de los Reyes Magos, tres amigos que siguieron su pasión por el Cielo y se encontraron con su Artífice.
Me impresionó el hecho de que el último día muchos −no solo niños, también responsables− pidieron bautizarse. Habían entendido que el Bautismo es la posibilidad de ser aferrados para siempre por la Belleza que habían visto. En la asamblea final, en la que muchos decían que no querían que acabara, les dijimos que esta Belleza no depende de las cosas buenas que hagamos, de lo buenos, majos o geniales que seamos. Esta Belleza es la presencia de Jesús. Es inexplicable, porque nos cansábamos, discutíamos y hubo cosas que no fueron bien. Uno de los momentos más bonitos fue ver cómo se reconciliaron algunos de ellos y hacer experiencia de la potencia y la belleza del perdón. Tras la reconciliación, se querían mejor. Muchos se confesaron.
Entre los monitores había tres chicos del Duraznal, el barrio pobre que pertenece a nuestra parroquia, donde llevamos años anunciando el Evangelio a los niños y adolescentes de la calle. Con los adultos que colaboran con nosotros pensamos que sería para ellos una ocasión de crecimiento, un modo de descubrir lo bueno que llevan dentro dándose a otros. Uno de ellos, Nacho, decía que le había sorprendido verse a sí mismo cuidar a algunos niños: «Yo, que nunca he cuidado a nadie, ni siquiera a mí mismo», añadía. En la asamblea final apenas podía hablar de la emoción. Nos decía que desde que está con nosotros ha dejado de drogarse, porque ahora pertenece a una familia.
Desde que está con nosotros ha dejado de drogarse, porque ahora pertenece a una familia
Mike, un chico difícil, quería venir solo unos días, para ver de qué se trataba la convivencia. El segundo día me dijo que ya había pagado las dos semanas como monitor (les pedimos una pequeña contribución). El lunes de la segunda semana de la Colonia, se acercó y me dijo: «Nunca habría imaginado que el lunes sería el día más esperado de la semana».
Qué espectáculo verlos lavar los platos y el suelo por primera vez, y descubrir junto a nosotros que la vida se realiza en la medida en que se dona.
Son muchos los rostros y las historias que uno custodia en el corazón después de la convivencia. A veces es desgarrador. Pienso en Emiliano, al que había que recoger todas las mañanas haciendo como si no viésemos a los narcotraficantes en plena acción en su casa; o en Jeison, un niño que vive en el orfanato y que el último día, mientras se iba, volviéndose, se quitó una pulsera de tela que llevaba en la muñeca y me la dio diciéndome: «Padre, así no se olvidará de mí». Él no lo sabe, pero esa frase era su petición al único Padre que misteriosamente, a través de nuestras pobres vidas, ha llegado hasta él para decirle cuánto lo ama.
En esos días yo también entendí un poco más cuánto y en qué medida soy amado. Una noche, mientras cenábamos en casa, mis hermanos me contaron algunas de las trastadas de estos personajes durante los días de la Colonia. Tuvimos una discusión apasionante, en la que me vi justificándolos hasta el punto de defender lo indefendible. De repente, tuve una intuición: ¡Cristo ha hecho y hará lo mismo por mí! Una defensa apasionada de lo indefendible. En el fondo, la Pascua es esto.