A principios de verano, el último día de unas vacaciones que habíamos organizado, Sylvie, una amiga nuestra, decía: «Al llegar a vuestra casa parecía que todos estaban en una fiesta grande». ¿De qué fiesta hablaba?
Para organizar una fiesta hacen falta invitados. En este caso, eran treinta niños de primaria y primero y segundo de secundaria. Hay que programar una fecha: lunes a viernes de la segunda semana de julio. El lugar: nuestra casa de Corenc, la iglesia de Sainte Thérèse, la sala parroquial y el gran prado del liceo Philippine Duchesne, donde damos clase. Pero, sobre todo, para que fuera una fiesta de verdad, se necesitaba un motivo para celebrar, una razón que produjera la alegría de verse todos juntos.
No se trataba de un cumpleaños o de la festividad de algún santo en concreto. Acababan de empezar las vacaciones de verano, pero no habíamos invitado a los niños para inaugurar el verano ni para hacer una fiesta porque sí. Queríamos probar a hacer el primer «Centro estivo» (campamento de verano, ndt.) desde que estamos en Grenoble, como los que habíamos visto en otros contextos de misión, en Italia y otros lugares. Pero lo que sucedió en esos cinco días fue realmente la experiencia de una gran fiesta. Sucedió «algo más» que no imaginábamos ni habríamos podido programar.
Lo que sucedió en esos cinco días fue realmente la experiencia de una gran fiesta
La propuesta fue sencilla: juegos, canciones, una excursión, comidas y meriendas juntos, manualidades y actividades artísticas. Los niños estaban felices. Algunos padres nos dijeron que uno de sus hijos se despertaba al amanecer preguntándoles: ¿cuándo vamos con las monjas? Y cuando el día acababa, lloraba y no quería volver a casa. Quizá, lo que más les sorprendió a los niños fue que las monjas son personas normales, que juegan y se divierten, que comen y quieren ganar a balón prisionero, que van de excursión y cogen el autobús público. La pequeña Eleonore, de siete años, decía: «¡Qué chulo! ¡nunca he visto monjas en un autobús!». Además, muchas personas se involucraron en la iniciativa: madres que llevaban la merienda, chavales que hacían de monitores, Sylvie que explicaba las obras de arte, etc.
Lo que unía la trama de nuestras jornadas era la oración al principio y al final del día y la búsqueda de la amistad con Jesús.
Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20). Esta promesa de Cristo vuelve a suceder, incluso en circunstancias sencillas y banales. Esta es la fiesta, Su presencia entre nosotros.
Sylvie captó la profundidad de lo que recibimos en esos días. Nos decía: «Volviendo a vuestra casa parecía que estabais en una fiesta grande, donde todos estaban invitados: niños, adultos y jóvenes».