«Veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2,15). Así relata el evangelista Lucas las palabras de los pastores que decidían entre ellos qué hacer, después de haber oído las voces de los ángeles que cantaban y de ver una gran luz en medio de la noche, por la que estaban envueltos. Es asombrosa una expresión tan clara en labios de hombres analfabetos. Consigue describir no solo lo que les sucedió entonces a los pastores, sino también la razón por la que nosotros celebramos la Navidad: estamos aquí, nosotros como ellos, por algo que ha sucedido. Estamos aquí por un «acontecimiento». No estamos ante una fábula inventada con fines didácticos ni tampoco ante un mito. Estamos ante un acontecimiento que sucedió. Jesús vino realmente al mundo en Belén, una pequeña e insignificante aldea en la que, sin embargo, nació el rey David.
A primera vista, el de Jesús puede parecer uno de los muchos nacimientos que ocurren cada día. En cierto sentido realmente lo es: Jesús nace como todos los hombres de la tierra, porque Él es verdaderamente un hombre, como nosotros. La expresión de los pastores, sin embargo, esconde una revelación más profunda. Los pastores, para ser exactos, dicen: “Veamos esta palabra que el Señor nos ha dado a conocer”. El término griego es «rema», traducido por san Jerónimo como «verbum»: el nacimiento de Jesús es, pues, un acontecimiento que lleva consigo una palabra, una noticia, un anuncio. El ángel había dicho: «os anuncio una buena noticia que será de gran alegría» (Lc 2,10).
Ninguno de nosotros puede encontrar por sí mismo la verdad de su vida. Necesitamos a alguien que la haya encontrado y nos la cuente. Es decir, necesitamos recibir un evangelio, una noticia cargada de interés. Entonces podremos comenzar el trabajo más apasionante de la existencia, que es la verificación de lo que se nos ha transmitido.
Siguiendo un signo se llega a una experiencia más profunda
El evangelio de San Lucas, al referirse a los pastores, relata precisamente este camino. Al principio tienen miedo. Sin embargo, «no temáis», les dice el ángel, que inmediatamente añade: «os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). Por cierto, y este es un detalle importante, el anuncio que reciben los pastores es «para todo el pueblo», porque el método de Dios consiste siempre en escoger a algunos para llegar a todos. Y la alegría es ésta: «hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador» (Lc 2,11). A los pastores, el ángel les anuncia también que el hecho que ha sucedido, el nacimiento del Salvador, es para ellos.
¿Qué habrán entendido los pastores? ¿Qué habrán podido retener aquellos hombres sencillos, acostumbrados a los largos silencios de las frías noches del desierto? Un presentimiento, una percepción confusa pero llena de atractivo empuja a los pastores a ponerse en camino. Verdaderamente su itinerario indica también el nuestro.
El ángel les había hablado también de una señal: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). No es un detalle insignificante. Nos muestra cómo Dios, invisible e inmenso, se ha hecho visible, se ha puesto a nuestro alcance. Su grandeza sin límites llega a nosotros en una realidad concreta, con la que podemos relacionarnos físicamente. Dios, por tanto, acepta darse a conocer según nuestras capacidades, se adapta a los límites de nuestra humanidad.
San Lucas no era un novato en historia o filosofía. Sabía que adherirse a un signo, seguirlo, conduce a una experiencia más profunda. El signo es una realidad visible que nos introduce a un misterio invisible. Por eso, el camino de los pastores es también nuestro camino y el de todo cristiano: somos llamados a seguir los signos visibles y temporales para hacer experiencia de las realidades invisibles y eternas que dan sentido a nuestra vida cotidiana.