Vía Crucis con los que nadie quiere mirar

Estamos llamados a llevar la compañía de Cristo en todas las situaciones de sufrimiento. Un testimonio desde Paraguay.

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Distribuzione di pacchi di alimenti durante la caritativa «Jajopata», al terminal degli autobus di Asunción (Paraguay).

Gente sintecho, drogadictos, prostitutas, indígenas…en efecto, algo impensable. Llegamos alrededor de las 20:00 horas, una tarde fresca, inusual en Asunción. Aquí comienza el invierno y el clima se hace bellísimo porque aquel sol que azota la mayoría de los días tiende a descansar en su dureza y deja respirar un poco de buen fresco en el otoño.

Otras noches, cuando hemos ido a llevar cena a los que hoy consideramos ya nuestros amigos, aquellos que viven en la zona de la terminal de autobuses de la ciudad de Asunción, hemos visto realmente el rostro de la necesidad. Generalmente, cuando llegamos a ese barrio nos dirigimos a buscar a las personas ahí donde ya sabemos se cobijan: una esquina un poco más protegida, una plaza, dentro de la misma estación de autobuses, en un sitio abandonado y oscuro, lleno de arboles y basura. En fin, encontramos a los amigos que ahí viven y les invitamos a venir a cenar a un lugar donde ellos ya saben que estaremos los viernes.

Esta noche fue distinta, no llevamos comida, llevamos una cruz. Hicimos el Vía Crucis. Realizamos el mismo recorrido que hacemos cuando les invitamos a satisfacer el hambre. Esta vez llevamos otro tipo de alimento, una mirada a otro tipo de necesidad.

Entramos en la oscuridad y vimos a los más jóvenes ya drogados que salían a nuestro encuentro. Aún podían percibir quienes éramos y se agregaron a la primera estación: «Cristo es Juzgado». Entre ellos se comienzan a llamar: «¡Es Jesús! Vengan», se decían unos a otros.

La única luz que llevábamos era la mía que usaba para leer las lecturas. En la oscuridad vi las lágrimas de tantos, la conmoción inaudita de «los nuestros» y de «ellos». Son lágrimas de unidad, una conmoción que se transforma en unidad frente a la presencia de Jesús. Las necesidades aquí se equiparan. «Somos iguales a los que tienen auto», decía una persona sintecho.

Después de esta primera estación vamos a la segunda. El número de los que seguimos la cruz aumenta. Sí, son los drogadictos que siguen en silencio los pasos del sufrimiento de Cristo. Creo que nadie conoce mejor que ellos esos pasos.

Seguono in silenzio i passi della sofferenza di Cristo. Penso che nessuno conosca meglio di loro quel cammino.

Llegamos a una segunda estación. Detrás de un muro que separa la ciudad de un gran terreno lleno de basura y vegetación viven otros sintecho, los que recolectan latas de bebidas. Me atrevo a escalar el muro y veo que están ahí reunidos escuchando el evangelio. El leprosario moderno, los que nadie ve, estaban ahí con nosotros oyendo las palabras de Jesús. Uno de ellos salta el muro y nos sigue: «Aquí es peligroso, yo los acompañaré», dice.

Seguimos el itinerario y llegamos a un pequeño barrio ya formado. Siempre que vamos a visitarles hay un grupo de hombres bebiendo cerveza. Siempre me invitan a tomar algo. Ven llegar la cruz y rápidamente se ponen de pie y encienden la vela de una especie de «gruta». Cuando les pregunto a qué santo o Virgen está destinada la gruta me dicen: «la hicimos cuando aquí fuera encontramos muerta a una mujer indígena hace un par de años». Estos hombres se conmueven de que por fin el Señor haya podido llevar paz a ese sector y a esa mujer que ni siquiera ellos conocían, pero que intuían como signo de injusticia por haber sufrido una muerte así. Ellos, para intentar restaurar lo justo, pusieron una cruz con su nombre dentro de una caja de madera y la alzaron en un árbol en el medio de una calle. Cuesta encontrar una mirada de este tipo en nuestros lugares.

La siguiente estación fue dentro de la terminal de autobuses. Ya triplicaba el número de las personas. Los sintecho saludaban a las personas que estaban esperando su autobús y a los que ahí trabajan: «Buenas noches −decían− estamos aquí con Jesús, vengan también a rezar». Ahí se sumaron, a la escucha del evangelio y las oraciones, la gente que trabaja en el lugar y los indígenas que viven ahí e intentan vender sus artesanías. Fue realmente bello ver que todos se hacían la señal de la cruz al ver pasar la procesión. Gentilmente, los drogadictos se despedían de la gente y les invitaban a seguir.

Il video della Via Crucis della caritativa «Jajotopata», al terminal degli autobus di Asunción

Fue una noche única. Pensaba que el hecho de que Cristo necesita a los hombres, no es un slogan ni una publicidad. Les decía a mis amigos que Cristo llega al mundo ahí donde la Iglesia, es decir, nosotros los bautizados, tenemos la valentía y el coraje de atravesar el manto de las tinieblas rompiendo el miedo al «otro», en medio de una sociedad narcisista y, por lo tanto, injusta. Mirar a los otros es un signo grande de esperanza.

Ir al encuentro de un «Tú» necesitado no es llevar comida o una actividad, la necesidad de los hombres no es un chantaje o un peaje que pagar para conocer a Dios. La verdadera gratuidad está primero en pertenecer a un pueblo que nos puede llevar a lugares donde solos no podríamos poner un pie (en efecto, nadie lo hace ahí donde nosotros fuimos esa noche).

La mirada de Cristo es la conmoción de lo humano. La conmoción de un hombre −ya sea pobre, rico, de la calle, indígena, pecador o menos−, es lo que nos abre al Misterio de Su presencia. Nunca se me había hecho tan tangible y real como esa noche.

Normalmente, después de la caritativa vamos con los amigos a cenar juntos y a tomarnos unas cervezas. En cambio, esa noche regresé a mi casa acompañado de ese momento, pensando que mi dormitorio podía estar también en la calle o en la terminal de autobuses. Da los mismo, en tanto que yo he experimentado que Cristo está y, estando, me hace ver su Misericordia, la misma de tantos encuentros y tantas miradas de hace más de dos mil años. He visto la misma y penetrante mirada de Cristo, una mirada y eso me basta para ir a dormir tranquilo.

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