Desde hace unos años, doy clases en una universidad laica de Ciudad de México. Hace un tiempo, el rector, ante la soledad que viven muchos estudiantes, me pidió preparar un curso sobre «El arte de vivir». En la primera parte del programa enseño El sentido religioso, el famoso libro de don Giussani, intentando comunicar que el hombre está hecho para la trascendencia. En la segunda, trato algunas cuestiones de ética. Nos acercamos al temario a través de ejemplos extraídos de la literatura, el cine, la música y la filosofía.
Desde que empecé, siempre han venido muchos alumnos. No se puede dar por descontado, puesto que es un universidad ante todo técnica, donde los cursos opcionales de humanidades no suelen tener éxito. Además, porque no hago ninguna publicidad. Los alumnos llegan a él por el pasa palabra. Cuando empezamos, me doy cuenta de que tienen un deseo enorme de hablar de estas cosas, de medirse con una propuesta clara y de hacer preguntas. Me doy cuenta de que en sus vidas no existe un ámbito como este.
Muchos de ellos me buscan para hablar sobre cuestiones personales. Algunos piden volver a la fe católica. Esto me sorprende, dado que durante el curso no hablamos explícitamente de Dios sino como Misterio. Ni siquiera mencionamos la fe católica, a no ser que ellos hagan preguntas explícitas. Casi todos saben que soy sacerdote −algunos vienen por eso−, pero igualmente acuden muchos hebreos y gente con todo tipo de espiritualidad. El hecho de que vengan hebreos me impresiona más aún, porque en las universidades católicas de Ciudad de México les permiten no ir a ciertas asignaturas si el profesor que las imparte es sacerdote.
Me doy cuenta de que en sus vidas no existe un ámbito como este.
He aprendido a no juzgar su interés por la frecuencia con la que intervienen. Muchos alumnos que permanecen en silencio son como esponjas, están atentos y absorben lo que se dice. Me doy cuenta cuando más tarde corrijo los exámenes.
He aprendido a escucharlos para entender cómo perciben las cosas y cuáles son las que les preocupan. Cambio los contenidos a partir de lo que me dicen. De este modo, se crea una relación personal con ellos. El trimestre pasado añadí una clase sobre la libertad. El tema era: «Elegir significa abandonar opciones, puertas que probablemente no se abran. ¿Cómo vivir este aspecto de la libertad?». Después de la clase, recibí este mail: «Buenas tardes, profesor. Le escribo después de la clase de hoy solo para darle las gracias. El tema que hemos tratado y la perspectiva que nos ha ofrecido al final han resuelto un problema que tenía. Uno de mis grandes agobios era el hecho de mirar lo que no he elegido, en vez de mirar lo que sí. Esto significa vivir siempre con la sensación de estar perdiendo algo, en vez de mirar lo que hay. Vivir las cosas desde el punto de vista de la intensidad y no de la cantidad, sabiendo que no se trata de vivir muchas cosas sino de vivir con intensidad las que tenemos, es como vivir todo a través de la misma experiencia. No tiene idea de cuánta claridad y alivio ha supuesto para mí esta nueva perspectiva. Su curso ha sido una de esas cosas que no se olvidan. Mil gracias, profesor. Buen día y gracias».