Desde que soy ecónomo de la Fraternidad, a menudo viajo para visitar nuestras misiones repartidas por el mundo. Es una buena ocasión para conocer el generoso trabajo de nuestros sacerdotes y gozar de los frutos que Dios nos dona. En septiembre estuve en Nairobi (Kenia). Pasamos los primeros días de viaje en la sabana, siempre escoltados por el guía porque las hienas que rondaban por nuestro campamento no suelen atacar al hombre, pero son imprevisibles… A nuestro alrededor había pequeñas aldeas. Desde el instante en que se difundió la noticia de que estábamos por la zona, las personas del lugar organizaron una misa al aire libre en un colegio. Hacía meses que no veían un cura. Cuando llegamos encontramos a niños y adultos ya sentados en sillas y bancos. Alguno buscaba alguna sombra bajo los pocos árboles repartidos por la zona. Don Mattia, don Mimmo y yo nos vestimos para empezar la misa. Todo estaba preparado, cuando de repente el catequista se acercó y nos dijo que algunas personas querían confesarse en la única lengua posible, el suajili. Me quedé mirando la fila de treinta personas mientras don Mattia y don Mimmo empezaban a escuchar las confesiones.
Los demás se quedaron sentados y esperando. El sol quemaba, pero empezaron a entonar canciones que refrescaban el alma. Estas personas sabían que el sacerdote venía a traer algo sagrado. Algo que durante meses no habían podido recibir y que probablemente no recibirían en los venideros. Se quedaron esperando sin quejas, es más, preparándose con alegría para lo que estaba a punto de suceder.
Después de los días en la sabana, volvimos a Nairobi para celebrar el veinticinco aniversario de la fundación de nuestra parroquia. Hace veinticinco años don Alfonso celebró la misa bajo un árbol junto a otras veinte personas. Hoy son más de dos mil. Cuando la procesión inicial cruzó el umbral de la iglesia, me invadió una alegría inmensa. Un coro de doscientas cincuenta personas guiaba a un pueblo que cantaba y bailaba, en una armonía arrolladora y al mismo tiempo organizada. Observé la imponencia de una comunidad que sabe festejar juntos simplemente porque el Señor está y les ha dado una casa donde poder conocerle. Realmente, Dios no puede ser indiferente a esta manifestación de pura gratitud, −tristemente− tan rara en nuestro occidente desarrollado, que se considera autosuficiente.
En el corazón del hombre habita un único deseo: conocer el rostro de Cristo
En cambio, en octubre visité la misión de Taiwán, que vive del humilde encuentro de uno a uno. Nada más llegar, nuestros sacerdotes me llevaron a un santuario mariano construido en medio del bosque, donde la Virgen se apareció para salvar algunos indígenas que se habían perdido. Más tarde, solo uno de ellos se convirtió. Nuestros misioneros también conocen a mucha gente. La mayoría nunca ha oído hablar de Cristo. Con paciencia, según métodos que solo Dios conoce, con el tiempo alguno pide el bautismo. Durante el encuentro con algunos jóvenes universitarios se me pidió que contara cómo había entrado en el seminario. No me fue sencillo describir la propia vocación a quien no sabe nada del Movimiento, de la Iglesia y Jesús. Cuando terminé de hablar una chica me preguntó: «Dime qué se siente al vivir de Dios, porque yo no conozco al Dios del que tú hablas». Los días siguientes pensé mucho en esta pregunta. En este mundo hay pueblos que nunca han recibido el anuncio de Cristo y, sin embargo, desean conocer cómo es la vida junto a él. Esta es la generación que te busca, que busca tu rostro, Dios de Jacob (Sal 23). Tanto en África como en Taiwán, en el corazón del hombre habita un único deseo: conocer el rostro de Cristo. Este grito nos empuja a ir a todos los hombres, porque estamos seguros de que con ellos podremos descubrir nuevos rasgos de Su rostro.