Ha pasado un año desde el inicio de la «operación especial» en Ucrania, que ha supuesto una transformación radical en el pueblo ruso −al que he sido enviado− y en el mundo entero. Se ha traspasado una línea, un confín, que hasta ayer parecía infranqueable. En poco tiempo se han esfumado años preciosos de trabajo a nivel humano, social y ecuménico, el intento de reconstruir una relación de amistad entre Occidente y Rusia. Una vez más, tras dos años de pandemia, nos encontramos, de un modo aún más dramático, ante la caducidad de nuestra humanidad. El equilibrio político y social es tan frágil e inestable porque se asienta en la libertad herida del hombre y, por tanto, también en el orgullo, en la sed de poder y en los intereses económicos.
La fachada de la ciudad de Moscú está llena de luces, igual que antes, aparentemente reluciente: la gente sigue corriendo, el metro y las calles están llenas, no te das cuenta de que en acto hay un conflicto a pocos centenares de kilómetros, más allá de los problemas ocasionados por las sanciones o por el cierre de algunas tiendas extranjeras, que han quedado vacías y oscuras. No obstante, al mismo tiempo, en la gente con la que te detienes a hablar se advierte un velo de pesadumbre, de tristeza, aún más acentuado tras el aviso de la movilización parcial. El conflicto ha llegado realmente a las casas. Ya no se trata de un hecho lejano, sino presente por la posibilidad de perder la vida, la propia o la de personas queridas. ¿Para qué?
Entonces, sucede que miras con más ternura y afecto este lugar, a través del cual Cristo hace de ti lo que Él quiere.
Muchas familias de la comunidad italiana −de la que soy capellán− han decidido volver a su patria, algunos por motivos personales, otros forzados por el cierre local de las empresas en las que trabajaban. También se expatrian muchas familias rusas. Con relación al año anterior, los alumnos de la escuela italiana donde doy clases han disminuido en un 30%. Para evitar el riesgo de ser llamados a filas, muchos han decidido de un día para otro dejar el país.
Los domingos por la mañana confieso en la catedral y es difícil que no haya un penitente que no exprese el drama de divisiones y conflictos dentro de la familia, fruto de la actual situación. Son muchas las familias que tienen parientes tanto en un frente como en el otro. Una madre, después del aviso de la movilización, se presentó en la sacristía para pedirme que ayudase a su hijo a expatriase o esconderlo. Otra me habló de la depresión que vive su hijo tras haberse ido para evitar ser alistado.
Ante estos dramas emerge con fuerza todo mi sentido de impotencia. ¿Quién puede responder al dolor, al miedo, a la angustia que se está viviendo a causa de este conflicto? No es raro que me pregunten por qué no me voy. Estas preguntas me han provocado a mirar de un modo nuevo mi vocación dentro de la Fraternidad San Carlos y la importancia de nuestra presencia en Rusia en este tiempo en que parece que las tinieblas dominan. Así, el profundo sentido de impotencia se ve iluminado, vencido por la nueva conciencia del don inmenso que es la Fraternidad para esta tierra y para el mundo entero; el lugar de una nueva humanidad ganada en Cristo. En el fondo, esta es la razón que me llevó, junto al arzobispo Paolo Pezzi, a celebrar también este año la celebración de la memoria de San Carlos, el 4 de noviembre. Ha prevalecido el deseo de mostrar una vez más la fuente del carisma que nos forma, invitando a compañeros del colegio, al clero local y los amigos de la comunidad italiana. El arzobispo celebró la misa en la catedral y a continuación escuchamos vía streaming tres testimonios de personas de otras casas de misión en el mundo: suor Annie Devlin, de la casa de las Misioneras en Grenoble (Francia), don Ettore Ferrario, desde Saint Paul (Minnesota) y Romano Christen, desde Bonn (Alemania). De este modo quisimos mostrar que el horizonte de nuestra Fraternidad es el mundo entero, que la pasión por la gloria de Cristo te permite descubrir lo única y preciosa que es la vida de cada persona. Después de los testimonios servimos un buffet estupendo y cantamos juntos acompañados por la guitarra del obispo Paolo.
Al introducir la fiesta, dije a los invitados que durante este tiempo me había dado cuenta de que el drama, inevitable en la vida, se convierte en algo precioso y que acoges como desafío para ir hasta el fondo de las exigencias del corazón; de cómo con el tiempo, por gracia de Dios, desaparece esta ilusión oculta pero presente de que sea el propio compromiso, el propio esfuerzo lo que cambia y salva el mundo. Justo en ese momento empiezas a balbucear con temor y temblor: «Si no fuese Tuyo, oh Cristo, me sentiría criatura finita», como dice la famosa expresión de Gregorio Nacianceno. Sucede entonces que miras con más ternura y afecto este lugar, que para mí son la Fraternidad San Carlos y el movimiento de Comunión y Liberación, a través de los cuales Cristo hace de ti lo que Él quiere. Descubres que todo lo que tenemos y lo que somos está en función de la misión. Al reconocer que no tenemos ninguna fuerza que viene de nosotros mismos, entonces podemos pedir sencillamente que la gracia de Cristo nos llene y domine.