Soy profesor en una escuela secundaria y otra de bachillerato en Santiago de Chile. Después de las clases, hago Escuela de Comunidad con un grupo de cincuenta jóvenes. Muchos de mis alumnos no tienen ninguna relación con la fe. Algunos son católicos, pero no van a misa desde
que recibieron los sacramentos, otros ni siquiera están bautizados. En este periodo de vuelta a la normalidad después del confinamiento por la pandemia, el grupo de jóvenes del último curso de bachillerato de GS solo tienen una cosa en la cabeza: ir al sur, a la montaña, para pasar un fin de semana que organizamos todos los años, la última convivencia antes de ir a la universidad. El año pasado no se hizo y este año los chicos no quieren perder la oportunidad. Van catorce chicos y un padre que me ayuda. En el último momento se une uno más. No es alumno mío, pero le conozco bien a él y a su familia. Dice que es ateo, pero cree en Dios a su manera. Lo que está claro es que no cree en la Iglesia ni en los curas. Decide venir porque un amigo suyo le ha invitado y porque le gusta la aventura en la montaña. A mí también me gusta, se podría decir que somos amigos por conveniencia. La creatividad de Dios es infinita. Durante los cinco días de convivencia, quien quiere puede venir libremente a misa. El segundo día, participan la mitad de los chicos y mi amigo ateo se queda en la entrada, intentando que no se note que está. Sabe que le he visto y decide quedarse ahí. El chico es duro de roer. Al final de la celebración, mientras coloco el cáliz y las vinajeras, una de las chicas que ha estado le pregunta a una amiga si he bebido vino o agua. Le he oído y respondo. Entonces, la amiga le pregunta si ha hecho la Primera Comunión. Ella responde que no. La otra le suelta: «Si te interesa, nosotros organizamos con don Diego un camino de acercamiento a los sacramentos». En ese momento entro en escena y pregunto si alguien más quiere participar. De repente, el chico ateo que está en la entrada, se adelanta: «¿Puedo ir yo también?». «Claro», respondo. Los demás le miran un poco sorprendidos, era lo último que se esperaban.
La creatividad de Dios es infinita. Mi vocación también nació así, «en el lugar y en el momento equivocados». Pero algo hizo que me pegara a aquella compañía humana.
La creatividad de Dios es infinita. Mi vocación también nació así, «en el lugar y en el momento equivocados». Pero algo hizo que me pegara a aquella compañía humana. Quería estar con ellos, del mismo modo en que este chico ha sentido el abrazo de sus compañeros y ha descubierto que estaba en el lugar y en el momento adecuados que el Señor había preparado para él.